Este dos de septiembre se ha cumplido un año de la primera sesión de trabajo que mantuvimos Enrique Martínez Leyva y yo para comenzar a darle forma al libro en el que contamos su trayectoria personal y profesional, un trabajo que por fin estos días se encuentra ya a punto de salir del horno. Aunque estuvimos juntos hace sesenta años, internos en el seminario menor de Almería, cada uno acabó emprendiendo caminos diferentes. Él apostó por abrirse paso en Almería y yo me marché a Barcelona poco después de que el rector Rodríguez Carmona me expulsara con cajas destempladas de aquella intachable institución católica. Acabé dedicándome al periodismo y Enrique a la radio y a la publicidad, con gran visión comercial y buen sentido de la oportunidad por su parte. Fundó "Plataforma de Publicidad", se convirtió en un próspero hombre de negocios y fijó su definitivo cuartel general en la calle Martínez Campos sin dejar por ello de extender sus tentáculos fuera de Almería cada vez que surgía, o él se encargaba de buscar, una nueva oportunidad.
Tanto su niñez como la mía transcurrieron en un blanco y negro franquista cuyas secuelas se perciben en nuestra querida tierra a juzgar por las expectativas de voto que, a estas alturas, tienen los fascistas en la provincia si a día de hoy se celebraran elecciones autonómicas o generales: segunda fuerza política en intención de voto. Esa es la cera que arde. Sesenta años más tarde, todo sigue igual. O peor.
Almería siempre fue para mí una plaza difícil. Imagino que para Enrique también, aunque él decidió arrancar en nuestra tierra y prosperar a partir de la siembra hecha en ella. Mi amigo es una extraña excepción en el mundo empresarial porque no es un hombre de derechas, a pesar de las muchas jugarretas que los socialistas le hicieron cuando entendieron que entraba en su terreno y dedujeron que lo que le movía a meter la nariz en todos lados era una ambición política que él siempre negó.
En el libro donde explicamos sus andanzas queda reflejada la Almería de los años setenta, ochenta, noventa, una época donde se pusieron en marcha iniciativas como el soterramiento de la Rambla de la capital o la autovía Adra-Puerto Lumbreras, dos actuaciones en las que Enrique tuvo un papel muy activo y en el que las gentes junto a las que apostó por sacarlas adelante se vieron obligadas a superar resistencias sociales y políticas de gran calibre. Nunca nadie les agradeció nada pero ellos siguieron adelante merced a esa inquietud tan característica de Enrique que le ha tenido corriendo toda su vida de un lado para otro. “He sido como Forrest Gump, Juan”, me repetía una y otra vez mientras íbamos avanzando en el borrador del libro.
El título definitivo, “Humo en los zapatos”, está inspirado en esa idea y se le ocurrió a Javier Astudillo, uno de los colaboradores más importantes, a lo largo de veinticinco años, con los que Enrique tuvo la suerte de contar en Plataforma. La verdad es que la frase resume bastante bien la historia de un hombre que no ha parado nunca y que siempre ha intentado sacarle a la vida el mayor jugo posible. Trabajar juntos en el libro de su vida ha servido para que Enrique y yo completáramos un círculo que empezó hace sesenta años en el internado, cuando en el desierto de Tabernas se rodaba “El bueno, el feo y el malo”, y que se cierra ahora, en la época de internet y las redes sociales, cuando el Poniente y el Levante almerienses rebosan de invernaderos que han reportado a la provincia una prosperidad inimaginable por aquel entonces.
Durante nuestras puntuales y periódicas sesiones de trabajo a lo largo de este último año, Enrique y yo hemos logrado terminar "Humo en los zapatos" porque, a pesar del tiempo transcurrido sin habernos visto, ambos sabíamos perfectamente quién era el otro. En mi caso he llegado a la conclusión que no se cambia tanto a lo largo de la vida, que nuestra esencia siempre está ahí y que las personas con quienes compartimos nuestra infancia o nuestra adolescencia son quienes mejor nos conocen.
Hemos cerrado un año de trabajo, el libro está a punto y, al menos a mí, la experiencia me ha hecho feliz. En el caso de mi amigo Martínez Leyva me atrevo a decir que también y que ambos hemos llegado a la misma conclusión: seguiremos gastando suelas de zapatos, cada uno de nosotros a nuestro estilo, los suyos con más humo que los míos, pero los dos continuaremos saliendo cada día a la calle, a primera hora, con la mismas ganas de comernos el mundo con las que nos dispusimos hace sesenta años a sacarle a la vida el mayor partido posible.
J.T.
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