Al final resultó que la tan esperada comparecencia de Pedro Sánchez en el Senado, esa supuesta trampa mortal que el PP llevaba semanas cocinando, se convirtió en otra cosa muy distinta: un desfile de insolencias, interrupciones y faltas de respeto de los mismos que luego claman por la dignidad de las instituciones. La escena fue digna de película de sobremesa: un presidente del Gobierno rodeado de senadores enfurecidos, un coro de Vox y del PP compitiendo a gritos por ver quién lograba interrumpir más veces, y un Sánchez que, lejos de perder los papeles, pareció disfrutar del espectáculo con la calma del que sabe que no le van a sacar ni una frase de titular.
Porque de eso se trataba: de provocarlo, de arrinconarlo, de hacerle perder los nervios para luego poder decir “ahí lo tienen, el soberbio, el autoritario, el que no aguanta una crítica”. Pero el plan salió mal. Muy mal. Sánchez llegó preparado para la emboscada, y en lugar de morder el anzuelo se limitó a sonreír mientras respondía en un tono que, por contraste, dejó en evidencia el barro en el que chapoteaban sus adversarios.
El PP había montado una escenografía de gran juicio político, con acusaciones, moralinas y aspavientos, pero lo que se vio fue un intento torpe de linchamiento parlamentario. Los portavoces del PP se turnaban en la trinchera, lanzando frases de manual, “usted no da la cara”, “usted debería dimitir”, como si repitieran consignas memorizadas la noche anterior en Génova. Vox, por su parte, fue a lo suyo como siempre: elevar el volumen, interrumpir cada vez que el presidente empezaba a desarrollar una idea, convertir el Senado en una taberna más zafia aún de lo que suele ser.
Y en medio de todo eso, Sánchez, que pocas veces ha sido santo de mi devoción pero a quien hay que reconocerle que este jueves supo estar. Ni un insulto, ni una descalificación personal, ni una concesión al ruido. Sangre fría, una paciencia casi clínica y la habilidad de responder sin regalar ni una palabra que los titulares pudieran usar en su contra. No les dio el “zasca”, ni el exabrupto, ni el momento de furia que tanto necesitaban para llenar los telediarios.
Si esto fue una encerrona, la conclusión ha de ser que el presidente salió reforzado porque supo aguantar la bronca, el menosprecio, el tono grosero de una derecha que parece haber olvidado que el Senado es una cámara de representación, no un plató de tertulia. No perdió la compostura, aunque tampoco se privó de tachar de “circo” lo que estaba sucediendo ni de tachar la comparecencia de “comisión de difamación”.
Lo más irritante para sus adversarios fue que Sánchez no se enfadara, no conseguir sacarlo de sus casillas, que respondiera con argumentos donde ellos llevaban solo ruido. Que demostrara que, incluso rodeado de insultos, el que grita pierde. La derecha pensó que tenía una presa acorralada y acabó mostrando su peor cara: la soberbia del que se sabe con mayoría absoluta y la torpeza del que confunde autoridad con abuso. Los “adalides de la democracia” convirtieron la comisión en un aquelarre de interrupciones, una feria de gestos y exclamaciones. Ni una pregunta de fondo, ni un intento real de esclarecer nada. Todo era performance, puro teatro para el público propio.
No es fácil mantener la calma cuando te insultan, cuando te cortan la palabra, cuando cada frase tuya es interrumpida por alguien que no quiere escuchar sino provocar. Y Sánchez no solo soportó el chaparrón, sino que además consiguió que el vendaval se volviera contra quienes lo desataron. Los mismos que iban a “desenmascararlo” acabaron mostrando el rostro crispado de una oposición que no sabe qué hacer con su propia mayoría. Lo que debía ser un acto de fiscalización terminó como una lección involuntaria de educación política.
Sánchez no ganó porque convenciera, sino porque sobrevivió a una jauría. En los tiempos que corren, eso ya es mucho. Así que, visto lo visto, uno no puede evitar cierta ironía: el PP quiso montarle un paredón y acabó montándole un pedestal. Vox fue de comparsa ruidosa, como siempre, y el Senado se convirtió, por unas horas, en un espejo incómodo del nivel al que ha descendido el debate político.
El presidente del gobierno salió airoso, sí, pero no porque dijera grandes cosas, sino porque no dijo ninguna que pudieran usar en su contra. Y eso, en la política española, es casi un milagro.
J.T.

 
 
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