La corrupción en España tiene que dejar de ser una constante histórica que se regenera como una hidra a la que nunca hay manera de cortarle todas las cabezas. Llevamos décadas contemplando el mismo espectáculo, con los mismos actores, cambiando únicamente el color de la camiseta. Desde los años ochenta hasta hoy, el bipartidismo (y adláteres) ha caminado siempre con un pie en la institución y otro en la tentación a la que no parecen hacerle muchos asquitos a la hora de sucumbir.
Ya en los años ochenta del siglo pasado, aquel impoluto PSOE que prometió cambiar las cosas se metió de lleno en el fango con casos como Filesa o Ibercorp. Del lado popular la lista es kilométrica: Gürtel, Púnica, Lezo, Taula, Brugal, los papeles de la caja B… Por no hablar del tres por ciento de Convergència en Catalunya. Cuarenta años repitiendo los mismos patrones. Todo una manera de funcionar, nada de “unas cuantas manzanas podridas”, porque se trata de algo sistémico.
Socialistas y populares se suelen insultar los unos a los otros afeándose todo tipo de transgresiones de la ley, y el común de los mortales andamos muy hartos de tanta indecencia. Estos días los titulares hablan del caso Koldo, que afecta a los dos hombres de mayor confianza en su día de Sánchez, José Luis Ábalos y Santos Cerdán, este último hoy en libertad tras cinco meses de prisión preventiva. Y en el PP, las detenciones del presidente y el vicepresidente de la Diputación de Almería y del alcalde de un pueblo de la provincia aumentan la lista de escándalos del partido que todavía preside Feijóo.
El sistema de contratación pública español es un buffet libre para quien ocupa el cargo adecuado y conoce a la empresa adecuada, y ese es el problema que nadie corta de raíz. Mientras un político pueda decidir quién gana un contrato, y un empresario sepa que “conviene llevarse bien” con quien firma, habrá corrupción en el bipartidismo (y adláteres). Da igual la generación. Da igual el discurso regenerador. El mecanismo es el mismo porque la tentación es mucha y el control escaso.
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Seguimos padeciendo escándalos porque la corrupción es rentable, rápida y, en demasiadas ocasiones, sin consecuencias reales para quienes se benefician de ella. Ninguno de los dos grandes partidos ha tenido jamás la voluntad de desmontar el tinglado que les ha dado financiación, poder territorial, favores cruzados y lealtades interesadas durante décadas.
¿Se puede parar esta inercia? Sí. ¿Lo van a hacer quienes viven de ella? Lo dudo. Y mientras nadie corte de raíz la relación directa entre el político que adjudica y el empresario que cobra, mientras no exista un muro infranqueable entre uno y otro y no haya supervisión independiente y automática seguiremos como hasta ahora: con escándalos viejos, escándalos nuevos y un país entero preguntándose cómo es posible que no consigamos acabar con los sinvergüenzas.
J.T.

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