Cuando el corruptor y corrupto Jesús Gil y Gil se hizo cargo de la presidencia del Atlético de Madrid, allá por 1987, mi amor por los colores del equipo del Manzanares entró en crisis. Fue duro, muy duro, entender que había que aprender a discernir entre ser hincha por un lado, y por otro que el equipo de tus amores estuviera presidido por un desprejuiciado a quien el cumplimiento de la ley se la traía literalmente al pairo.
Antonio Asensio, otro entrañable vivales, decidió entrar en el mundo del fútbol el día en que descubrió que ciudades como Vigo o Sevilla eran capaces de salir a la calle en masa y montar memorables pollos para defender la permanencia de sus equipos en Primera División, y hacerlo con mucha más virulencia y determinación que si se manifestaran para reivindicar derechos laborales o sociales. "Si el fútbol es capaz de mover así a la gente, decía Asensio aquel verano del noventa y cinco, ahí tengo que estar yo".
Por aquel entonces ya había aparecido en el horizonte un tal Florentino Pérez, quien meses antes había osado disputarle sin éxito la presidencia del Real Madrid a Ramón Mendoza, otro que tal. Pérez había fracasado años antes en la política, había hecho sus pinitos en el mundo de la edición y prosperaba adecuadamente en el universo de la construcción, cantera de tantos prohombres y gentes de bien que, como él a partir ya del año 2000, eran presidentes de un equipo de fútbol.
Los innumerables focos proyectados sobre el mundo del balompié convierten a este fenómeno de masas como le llaman, en un vehículo ideal para transmitir valores y comportamientos ejemplares, pero no. En lugar de vender valores venden camisetas, el personal con aspiraciones se agolpa en los palcos dispuesto a hacer contactos y sacar tajada de tan suculentos encuentros, y muchos de sus prebostes mundiales abren telediarios y llenan primeras páginas de periódicos por protagonizar una y otra vez oscuros asuntos de corrupción.
Ahí tenemos, por ejemplo, los casos de Blatter y Platini, presidentes de la FIFA y la UEFA respectivamente, sancionados hace un par de semanas por cobros desleales y conflicto de intereses. Un vergonzoso escándalo por el que han sido apartados ocho años de toda actividad administrativa o deportiva relacionada con el mundo del fútbol. En España tenemos, entre otros, los casos de Manuel Ruiz de Lopera, José María González de Caldas, Ángel Lavín "Harry", Augusto César Lendoiro, Josep Lluís Núñez o José María del Nido. Todos se las han tenido que ver con la justicia y algunos incluso saben lo que es pasarse una temporada entre barrotes.
Más de treinta dirigentes del fútbol mundial están acusados de corrupción por la fiscalía general de Estados Unidos, que asegura tener pruebas de millonarios sobornos tanto en la venta de derechos televisivos y compra de votos electorales como en la asignación de las sedes de los campeonatos mundiales de fútbol: desde Alemania en 2006 hasta Qatar 2022.
Luego está el fenómeno de los magnates rusos y los jeques del petróleo, haciéndose con la propiedad de buena parte de los equipos de fútbol más punteros del mundo y rompiendo el mercado de fichajes a golpe de chequera pagando cantidades indecentes de dinero. Desde redichos como Valdano y cursis como Guardiola hasta catedráticos de la insolencia como Mourinho o Javier Clemente se hacen o se han hecho de oro al socaire de un fenómeno de masas protagonizado por una cuadrilla de niñatos analfabetos a quienes, con veintipocos años, les sale el dinero por las orejas.
Y personajes como Florentino Pérez, francamente, me descolocan. Me confunden esas ínfulas, casi de jefe de Estado, con las que se empeña en dotar de ridícula solemnidad ya sea la renovación de Sergio Ramos o la investidura de Zinédine Zidane ¿A qué viene tanta pompa y boato? La corrupción de algunos de sus dirigentes hace mucho daño al fútbol de toda la vida, al mero y estricto carácter de deporte y espectáculo que debería tener. Pero la parafernalia con la que el presidente del Real Madrid tiende a revestir cualquier actividad rutinaria del club queda, cuando menos patética.
J.T.
Antonio Asensio, otro entrañable vivales, decidió entrar en el mundo del fútbol el día en que descubrió que ciudades como Vigo o Sevilla eran capaces de salir a la calle en masa y montar memorables pollos para defender la permanencia de sus equipos en Primera División, y hacerlo con mucha más virulencia y determinación que si se manifestaran para reivindicar derechos laborales o sociales. "Si el fútbol es capaz de mover así a la gente, decía Asensio aquel verano del noventa y cinco, ahí tengo que estar yo".
Por aquel entonces ya había aparecido en el horizonte un tal Florentino Pérez, quien meses antes había osado disputarle sin éxito la presidencia del Real Madrid a Ramón Mendoza, otro que tal. Pérez había fracasado años antes en la política, había hecho sus pinitos en el mundo de la edición y prosperaba adecuadamente en el universo de la construcción, cantera de tantos prohombres y gentes de bien que, como él a partir ya del año 2000, eran presidentes de un equipo de fútbol.
Los innumerables focos proyectados sobre el mundo del balompié convierten a este fenómeno de masas como le llaman, en un vehículo ideal para transmitir valores y comportamientos ejemplares, pero no. En lugar de vender valores venden camisetas, el personal con aspiraciones se agolpa en los palcos dispuesto a hacer contactos y sacar tajada de tan suculentos encuentros, y muchos de sus prebostes mundiales abren telediarios y llenan primeras páginas de periódicos por protagonizar una y otra vez oscuros asuntos de corrupción.
Ahí tenemos, por ejemplo, los casos de Blatter y Platini, presidentes de la FIFA y la UEFA respectivamente, sancionados hace un par de semanas por cobros desleales y conflicto de intereses. Un vergonzoso escándalo por el que han sido apartados ocho años de toda actividad administrativa o deportiva relacionada con el mundo del fútbol. En España tenemos, entre otros, los casos de Manuel Ruiz de Lopera, José María González de Caldas, Ángel Lavín "Harry", Augusto César Lendoiro, Josep Lluís Núñez o José María del Nido. Todos se las han tenido que ver con la justicia y algunos incluso saben lo que es pasarse una temporada entre barrotes.
Más de treinta dirigentes del fútbol mundial están acusados de corrupción por la fiscalía general de Estados Unidos, que asegura tener pruebas de millonarios sobornos tanto en la venta de derechos televisivos y compra de votos electorales como en la asignación de las sedes de los campeonatos mundiales de fútbol: desde Alemania en 2006 hasta Qatar 2022.
Luego está el fenómeno de los magnates rusos y los jeques del petróleo, haciéndose con la propiedad de buena parte de los equipos de fútbol más punteros del mundo y rompiendo el mercado de fichajes a golpe de chequera pagando cantidades indecentes de dinero. Desde redichos como Valdano y cursis como Guardiola hasta catedráticos de la insolencia como Mourinho o Javier Clemente se hacen o se han hecho de oro al socaire de un fenómeno de masas protagonizado por una cuadrilla de niñatos analfabetos a quienes, con veintipocos años, les sale el dinero por las orejas.
Y personajes como Florentino Pérez, francamente, me descolocan. Me confunden esas ínfulas, casi de jefe de Estado, con las que se empeña en dotar de ridícula solemnidad ya sea la renovación de Sergio Ramos o la investidura de Zinédine Zidane ¿A qué viene tanta pompa y boato? La corrupción de algunos de sus dirigentes hace mucho daño al fútbol de toda la vida, al mero y estricto carácter de deporte y espectáculo que debería tener. Pero la parafernalia con la que el presidente del Real Madrid tiende a revestir cualquier actividad rutinaria del club queda, cuando menos patética.
J.T.
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