Ya no llegan cartas de amor a los buzones. Tampoco postales. Se acabó el componente romántico de la correspondencia. Se acabó la poesía y a punto está de acabarse la prosa: esas cartas, que más que cartas son un atraco, con la factura de la luz o el teléfono; esos antipáticos extractos bancarios con el saldo temblando... En la era internet, abrir el buzón empieza a carecer de sentido, salvo para vaciarlo de octavillas publicitarias, o salvo que sea porque resides fuera de la ciudad donde te encuentras empadronado, has pedido el voto por correo y estás esperando a que te llegue el aviso.
Hasta ayer no volví de un viaje de quince días fuera de España. Previsor, aunque con cierto escepticismo, efectué antes de marcharme todos los trámites de rigor para solicitar el voto por correo. Así que nada más regresar a mi casa de Madrid, con las maletas aún en el rellano, abrí el buzón temiéndome lo peor. Pero no, allí, entre folletos de tiendas de oportunidades, ofertas de sospechosos chollos y menús de restaurantes chinos, estaba sepultado el ansiado aviso. Con fecha 4 de diciembre y advirtiendo que el plazo para votar por correo finalizaba el día 16. Estábamos a 16, así que me asaltaron dos dudas: Una: ¿estará mi carta todavía en Correos o la habrán devuelto ya? Dos: En caso de que no la hayan devuelto, ¿estaré aún a tiempo de votar? El primer interrogante me lo despejó un funcionario nada más llegar a la oficina de Cibeles.
- Nunca en mi vida había visto tanta gente votando por correo como en esta ocasión - me dijo. Fíjese cómo será el asunto, que el plazo acababa hoy y han decidido ampliarlo hasta el viernes 18 a las dos de la tarde. Así que tiene usted tiempo de sobra.
Me quedaba despejada una de las incógnitas: estaba aún a tiempo de votar. Quedaba la otra, ¿estaría la carta aún en Madrid o la habrían devuelto a Almería dada mi tardanza en acudir a recogerla? Saqué ticket de turno: delante mío quedaban más de cuarenta números sin atender, así que me dispuse a esperar sin prisas. En cada esquina, gentes de diversa edad y condición abrían sobres, elegían papeletas para el Congreso y marcaban "equis" en las candidaturas al Senado. Era una ceremonia electoral en toda regla que dotaba esa tarde a la oficina central de Correos en Madrid de un cierto aire mágico y solemne: las elecciones se estaban adelantando allí nada menos que cuatro días. ¿Podría yo participar, estaría mi sobre?
El suspense tardó en despejarse porque, cuando llegó mi turno, pude ver cómo la funcionaria que recogió el aviso deambulaba entre las estanterías y los minicontenedores sin que pareciera fácil encontrar mi dichoso envío electoral. No lo fue, siete largos minutos tardó en dar con él pero ahí estaba por fin, apartado en una caja ya arrinconada de la oficina de Cibeles, en el mismo edificio del ayuntamiento de Madrid, quizás unas cuantas plantas debajo del mismísimo despacho de Manuela Carmena.
Ahora tocaba dirigirse a otro negociado, rellenarlo todo, incluido el impreso de certificado, y volver a sacar ticket de turno para el envío: quince ventanillas en activo, más de sesenta números por delante mío a las seis de la tarde, la misma hora en que se producía el desagradable incidente de la agresión a Rajoy en Pontevedra, del que yo aún no me había enterado. Para entretener la espera me puse a hacer mi particular sondeo a pie de urna: la mayoría eran votos para Podemos y para Ciudadanos. Y entonces entendí la importancia de los votos de españoles en el extranjero que van a faltar en las urnas. Entendí por qué muchos jóvenes, tras la imposibilidad de participar en las elecciones de mayo, decidieron adelantar sus vacaciones navideñas y, como hace mi hija pequeña desde Liverpool, viajan a España ya en estos días para poder estar en casa el domingo y no faltar a la cita electoral.
Deduje también que si existe tal interés por no perder la posibilidad de votar, eso significa que el índice de participación se puede disparar por encima del setenta y cinco por ciento. Y en ese caso el bipartidismo muere. Es como si todo el mundo hubiera entendido la importancia de no quedarse fuera esta vez, como si nadie quisiera dejar pasar la oportunidad de desquitarse después de tanto palo. Aún así, la cifra de españoles en el extranjero que se quedará sin votar, como mi hija mayor en Berlín, será una vez más escandalosa e inexplicablemente alta. En Cuba, de donde acabo de llegar, solo tres mil de los más de cien mil españoles que querían votar podrán hacerlo, según me contaron fuentes cercanas a la embajada.
Serán muchos cientos de miles los españoles que, al estar fuera, no podrán votar por encontrarse a merced de sospechosas trabas burocráticas. Casi dos millones en total que, de hacerlo, podrían situar la cifra de participación por encima del ochenta por ciento, y eso aseguraría el vuelco que tanto teme el bipartidismo del lamentable cara a cara campovidaliano del pasado lunes. Aún así, haber vivido la tarde de este miércoles una votación por correo tan masiva como les he contado me ha transmitido buenas vibraciones: la ciudadanía quiere ser protagonista y decidir. Intervenir con el arma política más poderosa e incontestable de que dispone: el voto.
J.T.
Hasta ayer no volví de un viaje de quince días fuera de España. Previsor, aunque con cierto escepticismo, efectué antes de marcharme todos los trámites de rigor para solicitar el voto por correo. Así que nada más regresar a mi casa de Madrid, con las maletas aún en el rellano, abrí el buzón temiéndome lo peor. Pero no, allí, entre folletos de tiendas de oportunidades, ofertas de sospechosos chollos y menús de restaurantes chinos, estaba sepultado el ansiado aviso. Con fecha 4 de diciembre y advirtiendo que el plazo para votar por correo finalizaba el día 16. Estábamos a 16, así que me asaltaron dos dudas: Una: ¿estará mi carta todavía en Correos o la habrán devuelto ya? Dos: En caso de que no la hayan devuelto, ¿estaré aún a tiempo de votar? El primer interrogante me lo despejó un funcionario nada más llegar a la oficina de Cibeles.
- Nunca en mi vida había visto tanta gente votando por correo como en esta ocasión - me dijo. Fíjese cómo será el asunto, que el plazo acababa hoy y han decidido ampliarlo hasta el viernes 18 a las dos de la tarde. Así que tiene usted tiempo de sobra.
Me quedaba despejada una de las incógnitas: estaba aún a tiempo de votar. Quedaba la otra, ¿estaría la carta aún en Madrid o la habrían devuelto a Almería dada mi tardanza en acudir a recogerla? Saqué ticket de turno: delante mío quedaban más de cuarenta números sin atender, así que me dispuse a esperar sin prisas. En cada esquina, gentes de diversa edad y condición abrían sobres, elegían papeletas para el Congreso y marcaban "equis" en las candidaturas al Senado. Era una ceremonia electoral en toda regla que dotaba esa tarde a la oficina central de Correos en Madrid de un cierto aire mágico y solemne: las elecciones se estaban adelantando allí nada menos que cuatro días. ¿Podría yo participar, estaría mi sobre?
El suspense tardó en despejarse porque, cuando llegó mi turno, pude ver cómo la funcionaria que recogió el aviso deambulaba entre las estanterías y los minicontenedores sin que pareciera fácil encontrar mi dichoso envío electoral. No lo fue, siete largos minutos tardó en dar con él pero ahí estaba por fin, apartado en una caja ya arrinconada de la oficina de Cibeles, en el mismo edificio del ayuntamiento de Madrid, quizás unas cuantas plantas debajo del mismísimo despacho de Manuela Carmena.
Ahora tocaba dirigirse a otro negociado, rellenarlo todo, incluido el impreso de certificado, y volver a sacar ticket de turno para el envío: quince ventanillas en activo, más de sesenta números por delante mío a las seis de la tarde, la misma hora en que se producía el desagradable incidente de la agresión a Rajoy en Pontevedra, del que yo aún no me había enterado. Para entretener la espera me puse a hacer mi particular sondeo a pie de urna: la mayoría eran votos para Podemos y para Ciudadanos. Y entonces entendí la importancia de los votos de españoles en el extranjero que van a faltar en las urnas. Entendí por qué muchos jóvenes, tras la imposibilidad de participar en las elecciones de mayo, decidieron adelantar sus vacaciones navideñas y, como hace mi hija pequeña desde Liverpool, viajan a España ya en estos días para poder estar en casa el domingo y no faltar a la cita electoral.
Deduje también que si existe tal interés por no perder la posibilidad de votar, eso significa que el índice de participación se puede disparar por encima del setenta y cinco por ciento. Y en ese caso el bipartidismo muere. Es como si todo el mundo hubiera entendido la importancia de no quedarse fuera esta vez, como si nadie quisiera dejar pasar la oportunidad de desquitarse después de tanto palo. Aún así, la cifra de españoles en el extranjero que se quedará sin votar, como mi hija mayor en Berlín, será una vez más escandalosa e inexplicablemente alta. En Cuba, de donde acabo de llegar, solo tres mil de los más de cien mil españoles que querían votar podrán hacerlo, según me contaron fuentes cercanas a la embajada.
Serán muchos cientos de miles los españoles que, al estar fuera, no podrán votar por encontrarse a merced de sospechosas trabas burocráticas. Casi dos millones en total que, de hacerlo, podrían situar la cifra de participación por encima del ochenta por ciento, y eso aseguraría el vuelco que tanto teme el bipartidismo del lamentable cara a cara campovidaliano del pasado lunes. Aún así, haber vivido la tarde de este miércoles una votación por correo tan masiva como les he contado me ha transmitido buenas vibraciones: la ciudadanía quiere ser protagonista y decidir. Intervenir con el arma política más poderosa e incontestable de que dispone: el voto.
J.T.
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