miércoles, 30 de abril de 2014
El plátano de Alves
El aumento de los partidos xenófobos y racistas en Europa durante los últimos años y el preocupante incremento de sus perspectivas electorales, según las últimas encuestas, evidencia que hay muros invisibles más difíciles de atravesar que las vallas electrificadas. Problemas muy complicados de solucionar antes de conseguir que desaparezcan los descerebrados que, en un campo de fútbol, son capaces de lanzar un plátano a un deportista de color.
El primer “muro” de este tipo que conocí, siendo aún un niño, se llamaba “Cerro Matadero”. El Cerro Matadero es un barrio de Berja (Almería) situado a quinientos metros escasos de la calle donde nací y crecí, pero que nunca en mi vida llegué a pisar. ¿Por qué no lo pisé? Pues porque el cerro Matadero estaba lleno de gitanos y eso, para mi católica familia, era un mundo completamente ajeno y prescindible. No había muro de cemento que nos separara, pero no hacía falta: estábamos a años luz los unos de los otros. Para mi entorno, los gitanos no solo eran sinónimo de delincuencia y de vagancia, sino también de suciedad.
Años después, década de los ochenta, cuando para trabajar en los cultivos de invernadero empezó a faltar mano de obra en el Poniente almeriense, mi pueblo y sus alrededores se vieron “obligados” a emplear trabajadores procedentes de los países árabes y subsaharianos que cambiaron radicalmente el tono y el aire del paisaje de la zona. A estas alturas de 2014 en el Ejido y en Vícar, por ejemplo, hay censados ciudadanos procedentes de más de cien países diferentes, pero los muros invisibles existen con la misma evidencia grosera que en mi pueblo, hace cincuenta años, existían con los habitantes del Cerro Matadero. Conozco ahora comunidades de vecinos verdaderamente multiétnicas, desde Roquetas hasta Adra, donde una tácita autoselección de hecho hace que cada grupo se relacione solo con “los suyos” y no exista la mezcla ni la relación salvo para darse los buenos días cuando coincidir en el ascensor se hace inevitable. El muro invisible continúa existiendo. No hemos avanzado nada.
Un dato elocuente son los bares y sus clientelas. Poco se avanza cuando ni siquiera resulta fácil
juntarse para disfrutar juntos de un partido televisado del Madrid o del Barça. En el Poniente
almeriense cada etnia los sigue con el mismo interés y entusiasmo, eso sí, pero en sus respectivos chiringuitos. Sin compartir jamás un café ni brindar por el gol del equipo favorito con alguien que no sea de su grupo, de su casta, de su raza.
¿Por qué existe tanta alergia a la mezcla? Las razones por las que alguien se desplaza de una tierra a otra pueden ser muchas, pero creo que hay dos fundamentales, y totalmente contrapuestas: una es la ambición; la otra, la necesidad. La ambición de conquistar, de expandirse, de invadir… en un extremo. En el otro, sencillamente, la necesidad de dejar de pasar hambre. En el primer caso, los conquistadores suelen someter a los conquistados. Los esclavizan o los matan, pero rara vez se mezclan. Los protestantes que conquistaron América del Norte exterminaron a las poblaciones indígenas y los repusieron fletando barcos enteros de negros procedentes de África para esclavizarlos. Los católicos que conquistaron América del Sur, más promiscuos ellos, asesinaron menos y confraternizaron más, sobre todo con las nativas tras matar solo a los varones o mantenerlos sometidos.
Cuando se desplaza uno por hambre, en cambio, la cosa es muy distinta. Por hambre se marcharon muchos andaluces, gallegos y extremeños a distintos países de Europa en los años cincuenta-sesenta del siglo pasado. No son muchos, sin embargo, los casos de emigrantes españoles que se emparejaron con ciudadanas alemanas, belgas u holandesas. En Francfort, en Hamburgo, o en Colonia estaban los barrios de los alemanes por un lado y por otro los pisos del extrarradio donde se hacinaban los emigrantes. En Catalunya sucedió algo similar. En la Barcelona de los sesenta se construyeron ciudades enteras en las localidades del cinturón industrial de Barcelona donde vivían los andaluces, gallegos y extremeños recién llegados y donde aún residen ellos o sus descendientes: la Ciudad Satélite de Cornellá, barrios enteros de Esplugues, el Prat, Hospitalet, Sant Boi, Mataró, Badalona…
¿Qué es lo que lleva al ser humano no solo a evitar mezclarse sino a que unos rechacen a otros hasta el extremo de vituperarlos, o incluso agredirlos como en el caso del plátano lanzado a Dani Alves el pasado domingo en Villarreal? ¿Qué nos lleva a construir esos muros? ¿Qué ha llevado a los pueblos, a lo largo de la historia de la humanidad, a matarse los unos a los otros por el mero hecho de tener distinto color de piel o pertenecer a una etnia diferente?
¿Por qué en 1994 en Ruanda, un país de once millones de habitantes, dos etnias rivales, los tutsis y los hutus, tan negros los unos como los otros, se estuvieron matando entre sí hasta sumar más de un millón de muertos en tres meses? ¿Qué llevó a los serbios en 1995 a entrar a sangre y fuego en una ciudad bosnia llamada Sbrenica, evacuar mujeres, niños y ancianos y acabar con la vida de ocho mil varones musulmanes de entre 18 y 60 años? ¿Y los judíos, por qué reproducen ahora con los palestinos a diario buena parte de las prácticas que los criminales nazis utilizaron contra ellos?
¿Cómo combatir esto? Una apuesta posible quizás sea promover políticas que fomenten la tolerancia y acaben con el odio y el menosprecio del diferente. Es posible. Iniciativas como la de Nelson Mandela en Sudáfrica, que fue capaz de reconciliar a sus compatriotas tras los terribles años del apartheid recurriendo a explorar y potenciar los sentimientos comunes en torno al rugby y a una selección nacional con jugadores negros y blancos, abrieron un camino para buscar soluciones que hutus y tutsis en Ruanda empezaron a practicar también con éxito diez años después de haberse matado entre ellos.
Todos los racismos, como todos los nacionalismos, esconden el miedo de la casta dominante a dejar de ser hegemónica algún día. No existe fobia a la raza o a la condición, sino a la capacidad de una determinada casta de cambiar las relaciones de poder. Cuando una tierra prospera gracias al esfuerzo conjunto de todos los que trabajan en ella, la organización de esa sociedad deben hacerla entre todos. El acceso a la educación y a la sanidad, que por mucho que se empeñe la derecha no se puede ser cuestionado, ha de complementarse con el acceso a la categoría plena de ciudadanos desde la tolerancia y el respeto mutuos. Eso incluye formar parte de las instituciones como ciudadanos de pleno derecho, algo en lo que queda mucho trabajo por delante. Por eso hay que repetirlo cuantas veces sea necesario. Hasta que resulte impensable que a alguien se le pueda ocurrir lanzarle un plátano a un deportista de color plátanos en un campo de fútbol.
El peligroso crecimiento de la ultraderecha xenófoba y racista no es un buen augurio. Los partidos ultras están trabajando para conseguir el mínimo de 25 diputados de siete países diferentes que el Parlamento Europeo exige para poder formar grupo propio. Si lo consiguen, con el actual reglamento podrán votar juntos contra cualquier medida que intente mejorar o proteger los derechos de las minorías. No es ya que la ultraderecha actúe contra la ampliación de cuotas o se niegue a la legalización de la inmigración irregular, sino que torpedeará sin complejos cualquier medida que pueda mínimamente mejorar la situación de un inmigrante o contribuya a hacer efectivo un derecho. En resumen: más xenofobia, más racismo, más odio… todavía. Con este panorama ¿cómo queremos que no existan degenerados como el individuo que le lanzó el plátano al barcelonista Dani Alves?
En estas elecciones europeas, los demócratas se enfrentan a muchos retos, pero impedir el crecimiento de los movimientos fascistas es uno de los principales. No puede ser que seamos invisibles los unos para los otros. El futuro de una sociedad civilizada no puede continuar construyéndose como ocurría durante el franquismo en el pueblo de mi infancia.
J.T.
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Un apunte sobre tolerancia, que es un término que no me acaba de convencer. Porque, ¿no se tolera desde una posición, precisamente, de superioridad respecto a la persona "tolerada"?
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