Pocas veces un contratiempo acaba dotando de una carga simbólica tan fuerte a un acto de homenaje.
Madrid, mediodía del domingo. Frente a la imponente y prepotente embajada de los Estados Unidos en España, tiene lugar una nueva protesta por el asesinato en Bagdad de José Couso porque este martes se cumplen once años ya de su muerte.
Encaramados a un modesto practicable, Vetusta Morla interpreta “Maldita dulzura” coreada por buena parte de quienes acompañamos, atiborrando los únicos dos carriles de la calle Serrano en los que nos dejan estar, a la familia de José Couso.
A mitad de la canción falla el equipo de sonido. Da igual. Un silencio absoluto permite seguir escuchando al grupo que, como si no hubiera pasado nada, ha continuado cantando a pelo sin detenerse un solo instante.
- Esto, en realidad, es como otra lucha. Siempre hay que continuar, proclama Juan Pedro Martín, el vocalista de Vetusta Morla, una vez acabada la pieza a la que no le escatimaron ni los adornos finales.
Mira hacia la policía que nos rodea y nos vigila, “gentes de azul” les llama, y se dirige a ellos:
- Si a la gente pacífica se le trata con humanidad y con gestos, la gente pacífica responde con humanidad y con gestos.
Sube David Couso y explica, también a pelo, que el acto lo pagan con la venta de camisetas, que no tienen subvenciones y que el generador que han contratado no tiene su mejor día.
Minutos después parece que el equipo de sonido vuelve a funcionar.
Es el turno de Amaral. Juan Aguirre abre el fuego con su guitarra y Eva lucha porque su armónica se escuche lo mejor posible a pesar del molesto silbato del policía que regula el tráfico a unos escasos veinticinco metros. Los coches y autobuses que continúan bajando por Serrano -no han cortado la calle- rematan la actuación coral.
Cuando el dúo está en plena interpretación de su tema “Hacia lo salvaje”, el sonido vuelve a fallar. La vocalista no se arredra, agarra un megáfono aparecido providencialmente y se desmelena cantando “Revolución, este es el día de la Revolución”. La melodía suena poderosa y visceral. Está interpretada con toda la fuerza, desde las entrañas, y todos los presentes corean, aplauden y se emocionan mientras Maribel Permuy, la madre de José Couso, sube las complicadas y peligrosas escaleras que conducen al improvisado atril, con determinación y sin ayuda de nadie, para cerrar el acto.
El sonido, ahora sí, vuelve a funcionar de nuevo y hace que la voz de Maribel retumbe en las paredes de la embajada y acabe atravesando, desafiante, los cristales de las ventanas blindados para los disparos pero no para los gritos desesperados.
- Mi hijo fue asesinado por unos terroristas vestidos de militares estadounidenses, clama Maribel. Y continúa
- Tú, sargento Gibson; tú, capitán Woldford; tú, teniente coronel De Camp. Pido a dios que no me deje pensar lo que me sugieren vuestras caras de asesinos y vuestras manos ensangrentadas.
J.T.
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