Las televisiones públicas nacieron con la intención, y en la intención se quedaron, de llevar a los ciudadanos esa información a la que no tienen acceso por otras vías, ese conocimiento de su tierra del que las televisiones privadas no suelen ocuparse. Que exista televisión pública estatal, autonómica o local es la única posibilidad que teóricamente nos queda de evitar que todo lo acaben mangoneando las cuatro empresas líderes del Ibex 35. Teóricamente.
A medida que fueron naciendo, y antes de cumplir tres-cuatro años de vida, las televisiones autonómicas ya habían conseguido reproducir todos los defectos, y casi ninguna de las virtudes, de una televisión estatal que durante más de treinta años campó por sus respetos como visitante única de bares y salas de estar en todo el país. En manos de gestores politizados y pelotas, los medios técnicos y humanos de las televisiones autonómicas dedicaron desde el primer día sus esfuerzos y su celo a cantar las alabanzas del correspondiente gobierno de la comunidad para mayor gloria del presidente de turno y sus consejeros, y descomunal cabreo de los partidos de la oposición.
Es así. En todos sitios, sea cual sea el color que gobierne. Aunque como en todo, siempre hay grados. Unos, sin duda, tienen más pudor que otros, pero tampoco tanto. Ningún gobierno autonómico ha sido capaz de resistir la tentación de aprovecharse de las ventajas de tener una televisión a su disposición. Impagable juguete con el que satisfacer la vanidad, ensalzar los logros, ocultar las pifias, influir en la intención de voto... un chollo, vamos. Y tampoco vamos a hacer el tonto, ¿no?
Nacieron las autonómicas cuando, tanto los profesionales del medio como los políticos, conocíamos sobradamente los vicios, defectos y componendas de tve. Bastaba con haber hecho lo contrario de lo que hacía tve y se hubiera acertado. Pero eso no ocurrió. A medida que pasaron los años, las plantillas de las autonómicas fueron aumentando al ritmo que lo hacía también el descaro en la manipulación. No, definitivamente no se había aprendido nada de los problemas de tve.
Cuando empezaron a dispararse los costes, cuando el asunto empezó a tener pinta de burbuja condenada a explotar más pronto que tarde, alguien tenía que haber pegado un puñetazo encima de la mesa. Alguien o álguienes tenían que haberse puesto a buscar soluciones razonables entre todos. Soluciones para preservar la indiscutible utilidad que para los ciudadanos supone contar con una televisión pública autonómica bien gestionada. Alguien tenía que haber dicho "¡Basta!" antes que el dinero de todos se usara para financiar programas como "Tómbola", "Se llama copla", promoviera caridades televisadas, o suplantara las agencias matrimoniales dedicándose a emparejar ancianos solitarios.
Lamento muy seriamente el trágico desenlace de Canal Nou, pero pienso honestamente que el grito en el cielo y los golpes de pecho tenían que haber empezado mucho antes que el gobierno valenciano, amparándose en una decisión judicial, se cargara de un plumazo veinticuatro años de historia atreviéndose a justificarlos con la excusa de que, si no actúa así, podría verse obligado a cerrar algún colegio o algún hospital. Como si no se los estuvieran cargando ya sin piedad alguna. Les da igual con televisión o sin ella. Y como si no estuviera claro que, más pronto que tarde, la Comunidad Valenciana tendrá televisión autonómica... privada.
Tiempo le ha faltado al preboste madrileño para sumarse al carro y amenazar a los trabajadores de Telemadrid que aún quedan vivos con similares medidas a las de Valencia si no se portan bien. Es decir, conflictividad cero y sumisión infinita. Cuando una tele pública se quema, algo nuestro se quema. Y las autonómicas llevan ya ardiendo demasiado tiempo.
J.T.
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