viernes, 16 de abril de 2021

Periodismo precario, información sectaria


Quien tenga estómago para ello, puede consultar en algunos de los libros escritos por Pedro J. Ramírez a lo largo de su vida cómo se jacta de haber sido mentor y tutor de Aznar antes que este llegara al poder. Luis María Anson, en cuya densa trayectoria profesional figuran la presidencia de la Agencia Efe o la dirección de ABC, poseía ya un amplio currículum de conspirador cuando encabezó con Pedro Jota y Camilo José Cela en Marbella el verano de 1994 la fundación de AEPI (Asociación de Periodistas Independientes), un grupo de comunicadores beligerante con la situación política de aquellos años que acabó siendo conocido como el sindicato del crimen. 

Dada su falta de respeto a la libertad de expresión, los sucesivos gobiernos de Felipe González habían ido acumulando méritos suficientes durante los años “socialistas” para acabar enfadando seriamente a un amplio porcentaje de miembros de la profesión periodística. Comunicadores con indiscutible poder e influencia en distintos medios no pudieron disimular su frustración cuando, en las elecciones de 1993, el Partido Popular no consiguió llegar al poder tras cuatro intentos consecutivos fallidos. Fue entonces cuando surgió la idea de fundar la AEPI, una iniciativa que acabó reuniendo a escritores y periodistas que, por uno u otro motivo, parecían tener cuentas pendientes con el PSOE (José Luis Balbín, Pablo Sebastián, José Luis Martín Prieto, José María García, Antonio Herrero, Federico Jiménez Losantos, José Luis Gutiérrez…) Este fue el germen del momento periodístico tan canalla que casi treinta años después vivimos en nuestro país. 

El pretexto esgrimido para el nacimiento de aquella asociación fue que había que regenerar el sistema. En su declaración de intenciones, denunciaban "el daño a la libertad de expresión que causan el Gobierno y los grupos de presión afines". La fórmula empleada para conseguir sus objetivos fue elevar la crítica y aumentar los niveles de crispación, ¿les suena? Nombro a según qué gerifaltes de entonces, pero la lista de periodistas con aspiraciones suele engordar, y mucho, a medida que repasas los escalafones y las nóminas de asesores ministeriales y tertulianos radiofónicos o televisivos. Esto en cuanto a los medios privados porque, como se sabe, los nombramientos de los responsables de los medios públicos son designaciones políticas que, cuando han recaído -escasas veces- en profesionales teóricamente neutrales, han derivado en convulsos episodios con desenlaces traumáticos. Como sin duda ocurre en la mayoría de oficios, en el mundo del periodismo hormiguea una fauna muy variada en la que coexisten quienes entienden la profesión como una manera de ser útil y mejorar las cosas, y quienes no tienen reparo alguno en utilizarla como trampolín para prosperar en la vida. 

El carácter de escaparate que posee la profesión periodística y las posibilidades de relacionarse que brindan permiten que los carentes de escrúpulos la usen como palanca para dar el salto al mundo de la política, los negocios o las relaciones públicas. En los cargos intermedios de las empresas informativas, buena parte de quienes alguna vez fueron ardientes defensores de la libertad de expresión se convierten, apenas acceden a uno de esos puestos, en celosos represores de los profesionales que quedan a sus órdenes. Nunca entendí la falta de compañerismo ni la actitud de esos especímenes cuyo empeño consiste en subir a costa de machacar a sus compañeros, y sostengo que hay ciertas cosas que un periodista no debería hacer nunca. No entiendo a quienes tratan a sus colegas como rivales, ni a quienes niegan un teléfono, un dato o un contacto a un compañero, ni al que hace suyas las guerras entre empresas. Un periodista no debe aspirar a que la empresa para la que trabaja le agradezca o valore su esfuerzo, y tampoco es bueno que pierda la perspectiva creyéndose que pertenece al círculo político, económico o cultural en el que se mueve. Por mucho que le guste su oficio, quizás debiera no despistarse y recordar siempre que se trata solo de un trabajo. Y, por lo general, mal pagado. 

Los poderosos, que tienden a creerse inexpugnables, no dan crédito cuando ven publicados aquellos asuntos que les conciernen y que ellos creían estar manejando con discreción. ¿Cómo se han podido enterar?, es lo primero que se preguntan. Acto seguido, desconcertados unas veces, indignados otras, deciden contraatacar pero ¿contra quién actúan? ¿contra la persona que les ha sido desleal y ha filtrado sus tejemanejes? ¿contra sus asesores? No. Resulta más práctico intentar intimidar al mensajero para que detenga la publicación de aquello que les perjudica, u optar por la querella judicial si no tienen suerte con sus presiones. Siembran así la duda sobre lo publicado y, de paso, intimidan al autor de la información no grata con la amenaza de obligarle a afrontar un contencioso.  

En el caso de los grandes rotativos españoles, hablar de prensa libre es prácticamente una quimera. Las primeras páginas de los periódicos no se elaboran con criterios profesionales. No es verdad que el tema de apertura por el que se apuesta en las primeras páginas sea el que más interesa a los ciudadanos. No es verdad que se piense en el lector antes que en la empresa a la que perteneces cuando la elaboras. No hay director en sus cabales que se atreva a abrir con el escándalo de una empresa que inserta publicidad en su periódico, por mucha documentación solvente de la que disponga. Si esto funciona así en las empresas periodísticas privadas, lo que ocurre en las públicas es, como cabe imaginarse, mucho más descorazonador. Mil veces que lo repitamos serán pocas: los políticos no quieren medios de comunicación plurales porque no creen en ellos, lo que buscan son órganos de propaganda, instrumentos útiles para impartir doctrina. Les molesta la libertad de expresión, abominan de las opiniones libres y ni entienden ni quieren la crítica. De ahí su obsesión por influir o mandar en periódicos, radios y televisiones donde, dicho sea de paso, la mayoría de sus profesionales trabajan en condiciones precarias. Por otra parte la solidaridad entre los profesionales de la información nunca fue excesiva, por mucho que el tufillo corporativista del oficio pueda despistarnos.  

Tiempo atrás, cuando los periodistas hubieran podido tener fuerza para reclamar unidos ventajas de tipo laboral, casi nunca lo hicieron, así que ahora que las condiciones de trabajo de cualquier joven que se incorpora a un medio dejan mucho que desear porque los contratos son efímeros, inciertos y precarios, resulta más impensable aún que el criterio profesional pueda imponerse al empresarial en el trabajo periodístico. Si el dueño de una empresa de autobuses se empeña en que sus conductores circulen por la autopista en sentido contrario, a ninguno de ellos se le ocurriría cumplir esa orden, pero en periodismo nos ordenan cosas así y las hacemos. Tenemos más miedo a quedarnos sin trabajo que a jugarnos nuestro prestigio profesional.  

Los medios no pueden sobrevivir si no se venden ejemplares o no cuentan con audiencia, es verdad, pero siendo la información un bien necesario e imprescindible, habrían de ser los medios públicos quienes garantizaran a los ciudadanos esa información servida sin adjetivos y sin enfoques manipuladores. Está demostrado que el criterio de la rentabilidad y de la audiencia a toda costa no desemboca precisamente en contenidos dotados del mínimo carácter de utilidad o servicio. El periodista ha de aprender a convivir con esa incómoda sensación que produce que alguien te haga llegar recados cuando no le gusta lo que has publicado, tiene que estar dispuesto a pagar el precio de la represalia, a reinventarse muchas veces en su vida y a correr el riesgo de que, en un momento dado, no existan publicaciones dispuestas a atreverse a difundir el resultado de sus investigaciones. 

El papel de los medios en según qué conjuras y el comportamiento que en ellas mantienen algunos profesionales del periodismo, por no hablar de cómo actúan ciertos tertulianos, pide a gritos la existencia urgente de un tribunal ético. En Gran Bretaña, George Monbiot, periodista de The Guardian, fue condenado en el 2013 a tres años de trabajo social por retuitear una calumnia. Afirmó que Alistair McAlpine, político conservador, había abusado sexualmente una docena de veces de un joven en los años setenta. La emisión de un documental sobre el mismo falso asunto en la BBC acabó costándole el puesto a su director, y a la cadena le supuso una multa de 185.000 libras . Otro mundo. 

J.T.

Escrito para "Espacio Público"

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