Eulàlia vino a verme a Ceuta donde yo estaba haciendo la mili y se quedó embarazada. Cuando algunas semanas después, junio del 77, regresé a Barcelona ya licenciado ella acababa de hacerse la prueba y le había dado positivo. Así que juntos nos pusimos a pensar qué hacíamos con nuestras vidas. Ella, dueña de su cuerpo, tuvo la deferencia de compartir conmigo sus reflexiones, sus dudas y su determinación.
Ella y yo asumimos afrontar el asunto juntos y nos aliamos para superar todas las dificultades que estábamos seguros surgirían. Contábamos, eso sí, con el apoyo de un envidiable grupo de buenos amigos. Tan buenos que mi pareja anterior, Anna, nos arropó incluso acompañándonos a aquel lúgubre piso de la barriada de Sants donde Eulàlia abortaría. La colecta que hicimos no dio para una aséptica y bucólica clínica londinense pero con las quince mil pesetas conseguidas sí se podía recurrir a una solución doméstica clandestina.
Anna y yo no nos separamos de Eulàlia ni un solo segundo durante todo el proceso que, 36 años después, continúa grabado en mi recuerdo secuencia a secuencia, segundo a segundo. Solo Eulàlia y yo, con la incondicional complicidad de Anna, sabemos lo que sentimos durante todo aquel episodio, lo que nos costó afrontar tanto la decisión como el hecho y sus consecuencias; el miedo que pasamos a que algo saliera mal por las condiciones en que se desarrolló todo. Éramos conscientes de que nos la jugábamos porque todo era riesgo, miedo, tensión... Qué sensación de alivio la que íbamos experimentando a medida que transcurrían los días y Eulàlia se iba reponiendo.
Por eso no puedo tolerar a estas alturas que se machaque a la mujer promulgando leyes que la violentan, la limitan y la condicionan, porque yo también me siento concernido por ese puteo gratuito e inexplicable que sufren cuando alguien se interpone entre su cuerpo y ellas. Por eso no puedo tolerar que cantamañanas como el ministro Gallardón nos quieran hacer volver al pasado a través de un inadmisible túnel del tiempo y se propongan obligar de nuevo a las mujeres, a pesar de las casi cuatro décadas transcurridas, a pasar por el mismo calvario por el que pasamos Eulàlia y yo el verano de 1977.
Somos muchos los que desde entonces hemos luchado porque la legislación posibilitara que nadie más tuviera que pasar nunca por lo que nosotros nos vimos obligados a vivir. No, Alberto, no. No hemos recorrido este camino de lucha para encontrarnos al final del trayecto con gente como tú. No, Alberto, no, tú y yo sabemos que en todas las familias con posibles, votantes tuyos la mayoría, el problema de los embarazos indeseados se ha resuelto y se continuará resolviendo, sean las leyes las que sean, con dinero y discreción.
No puede ser que tumbéis leyes, sacadas adelante con mucho trabajo y sudor, que benefician fundamentalmente a los más débiles, a los que disponen de menos recursos. No puede ser que los más pringaos acaben siendo siempre las mayores víctimas de vuestros fundamentalistas, decimonónicos y antediluvianos planteamientos. En nombre de la autoridad moral que me otorga haber sido protagonista de experiencias traumáticas, yo te conmino a que dejes de tocar las narices y nos dejes vivir en la libertad que nos hemos ganado y nos merecemos. Que las mujeres sean dueñas de su vida y de sus cuerpos sin que nadie ose inmiscuirse en ello. Que quien decida abortar lo pueda hacer libremente y sin riesgos.
Para eso solo hace falta que dejes tranquila la ley. Que no la toques. Punto. Deja ya de marear la perdiz con si el supuesto tal o la consideración cual. Que no, que la ley está bien, que la dejes en paz y te dediques a otro de los muchos asuntos que tenéis pendientes, y que va siendo hora que le hinquéis el diente de una puñetera vez.
Me repatea tener que recurrir a repetir lo obvio, Alberto, pero no me dejas otra opción: Vamos a ver, que la ley, tal como está, no obliga a nadie a abortar. Que se trata de un derecho. Y tú, querido ministro melómano con ínfulas de megalómano, no eres quién para quitárnoslo. Más abortos clandestinos en lúgrebes callejas de la barriada de Sants no, por favor.
J.T.
Muy buen artículo.
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