viernes, 7 de septiembre de 2018

Trump quiere ser como el rey emérito


El artículo anónimo publicado este jueves en el New York Times, donde alguien del equipo de confianza de la Casa Blanca explica la especie de manicomio en que tan sacrosanto lugar se ha convertido desde que Trump puso allí los pies, a muchos no nos ha sorprendido demasiado. A juzgar por las señales que emite en sus comparecencias públicas y por algunos libros ya a la venta donde lo ponen a caer de un burro (“Fuego y furia”, de Michael Wolff; “Miedo”, de Bob Woodward entre otros), disponemos de pistas suficientes para imaginar cómo debe ser el comportamiento diario del actual presidente estadounidense durante sus reuniones y encuentros de trabajo en el famoso despacho oval.

El artículo aporta detalles escalofriantes y, a juzgar por su reacción, al controvertido mandatario no parece molestarle demasiado que se conozca lo que ya sospechábamos, sino que lo que realmente le saca de sus casillas es que sus excentricidades, cambios de opinión y falta de criterio a la hora de tomar decisiones trascendentales puedan llegar a publicarse. ¡Traición!, ha proclamado a voz en grito, por pasillos, jardines y redes sociales. ¿Quién ha sido?, inquiere fuera de sí, chillando como si fuera el prefecto de un internado franquista investigando una travesura infantil.

¿Quién le ha proporcionado munición a esa prensa canalla que tanto me odia?, pregunta, desaforado, a todo bicho viviente que encuentra en su camino. Trescientos periódicos estadounidenses publicaron el pasado dieciséis de agosto, hartos ya de sus tropelías, editoriales donde denunciaban la persecución de que son objeto por parte de la persona que tiene en su poder el maletín nuclear con el que puede mandarnos a todos a tomar viento.

La batalla contra los medios de comunicación que se empeña en librar este peligroso sujeto hace dudar sobre la perdurabilidad de algo que hasta ahora parecía incuestionable: la libertad con la que solía, o suele, trabajar la prensa en Estados Unidos. Siempre parecía haber en ese país un medio capaz de sortear las presiones, dispuesto a tocarle las narices a los poderosos denunciando cualquier mínimo abuso o desmán. La dimisión de Nixon tras el caso Watergate nos hizo pensar en 1974 que los ciudadanos de aquel país eran unos afortunados: además de tener una justicia independiente, estaban amparados por periódicos, radios y televisiones que hacían bien su trabajo.

Desde entonces hasta ahora ha llovido mucho. En occidente, en países del resto del mundo como el nuestro, hubo momentos en que llegamos a creernos, ingenuos de nosotros, que la prensa y la justicia también podrían funcionar igual: de manera libre, independiente e ignorando presiones. Pero si esto en algún momento llegó a ser posible, la verdad es que duró poco la fiesta porque cada día que pasa, al menos en España, la cosa parece que se pone peor: ni los medios públicos ni los privados consiguen que nos fiemos de las noticias que nos cuentan. Y en cuanto a la justicia… ¡uf!

¿Medios de comunicación que nos amparen, que nos defiendan, que nos tengan bien informados, que pongan de los nervios al poderoso que intente prevaricar? Eso es, o era, cosa de americanos. Era, porque ahora ya con Trump no sabemos cómo acabará la historia. Antes nos consolaba pensar que alguna vez llegaríamos a conquistar la libertad de expresión siguiendo el ejemplo de los Estados Unidos. Si allí se había conseguido echar a un presidente, por qué nosotros no íbamos a poder, llegado el caso, investigar presuntas irregularidades atribuidas al anterior jefe de Estado, por ejemplo. Pues mire usted, pues va a ser que no. Audios contra el rey emérito archivados, y a otra cosa mariposa. Al final, capaz es Trump de acabar copiándonos.

J.T.

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