Lunes por la mañana. Abro con mi librera, que es quien me proporciona también los periódicos del día, uno de los ejemplares que acabo de adquirir. Páginas 2 y 3: tema de nevera, intemporal, insustancial, de relleno; página 4: corta y pega de agencias; página 5: refrito; páginas 6-7: reportaje de sociedad con grandes fotos que alivian el texto que la sección ha dejado preparado para el fin de semana; página 8: media de publicidad y la otra media un suceso con redacción escasamente pulida de la nota remitida por la policía o la guardia civil; página 9: política regional, previsiones de la semana y columna de opinión... y así continúo en agonizante peregrinación hasta las páginas de deportes, la única parte del periódico con cierto aroma de mercancía fresca. Ayer hubo fútbol, y tenis, y fórmula uno...
He abierto un periódico local, no importa cuál porque todos presentan los mismos preocupantes síntomas, y le cuento que da igual en qué provincia nos encontremos porque en todos sitios cuecen las mismas habas. En los periódicos nacionales, similar disección no presenta aún evidencias tan alarmantes, le cuento a Esperanza, pero todo llegará.
Y ella me dice que la han visitado unos compañeros de El País y le han dejado unas cartas para entregar a los lectores explicando la versión de los trabajadores de lo que realmente sucede con el periódico.
Parece obvio que el cambio de ciclo en el mundo del periodismo está ya aquí. Acudir al quiosco, en mi caso a la librería, para adquirir la prensa del día, cada vez exige más fuerza de voluntad. Empieza a ser un acto más simbólico que necesario, más testimonial que eficaz.
Le cuento a Esperanza que en la redacción del periódico que acabamos de examinar probablemente la tarde anterior había trabajando como mucho dos redactores y algún que otro becario, cada uno de ellos con media docena de páginas del planillo a su cargo. Que las fotos cada vez importan menos, que la mayor parte de las cosas que se cuentan están ya viejas cuando llegan al quioso...
Le cuento las reducciones de plantilla, los eres y los ertes que sufren en estos momentos casi todos los medios de comunicación, la reducción de salarios, la sensación de impotencia ante la inminencia de la catástrofe...
Y convenimos, mi querida librera y yo, que el periodismo nunca morirá mientras haya alguien dispuesto a continuar contando historias. Así lo creo, de verdad. Y mientras los gurús de las nuevas tecnologías dan con la tecla comercial para evitar que todo se vaya al carajo, ella me cobra esos periódicos que también ama y yo me voy al bar a desayunar dispuesto a devorármelos todos. Con el mismo amor de siempre. Como si no fueran a morir nunca.
J.T.
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