Toda la madera de roble claro de los cuatro ataúdes quedó a la vista cuando treinta y seis marinos, nueve por féretro, retiraron las banderas que los habían recubierto durante la ceremonia. Con escrupulosa meticulosidad primero las doblaron y luego tomaron las gorras de los uniformes de gala de los fallecidos.
Después se las entregaron, bandera y gorra, a los familiares de cada uno de los marinos muertos cinco días antes en Haití cuando el helicóptero en que transportaban ayuda humanitaria para los afectados por el terremoto del 12 de enero se estrelló en una montaña cercana a la frontera con la República Dominicana.
Era casi mediodía del martes veinte de abril, habían acabado los actos de homenaje en el hangar número cinco de la Base Naval de Rota -con la presencia de los reyes, el presidente del gobierno y varios cientos de compañeros y jefes de los fallecidos- y llegaba el momento de despedir a los féretros. Terminaba el acto oficial y comenzaba la parte íntima para la que los familiares de los marinos muertos habían reclamado el derecho a la privacidad.
Para llegar hasta los coches fúnebres los cuatro féretros, a hombros de sus compañeros, debían abandonar el hangar por el amplio pasillo central a cuyos lados nos encontrábamos quienes habíamos estado presentes en el solemne funeral.
Fue el momento en que pudimos ver a las familias.
El protocolo los había situado fuera del alcance de los objetivos de las cámaras durante la ceremonia, pero ahora caminaban cada una de ellas detrás del ataúd del padre, del hermano, del marido, del hijo desaparecido...
Cuando comenzaban a llegar a nuestra altura, las cámaras de televisión giraron ciento ochenta grados y los objetivos de los fotógrafos quedaron en el suelo tal y como se nos había pedido.
Ni una sola foto, ni un solo plano.
Hubo ciertas reticencias al paréntesis por parte de algunos compañeros que yo creo desaparecieron por completo cuando vimos una imagen y vivimos un momento que tal como quedó grabado en mi memoria quiero contaros ahora aquí:
Detrás del primero de los féretros, camino del coche fúnebre que conduciría los restos de su padre hasta la ceremonia privada de despedida y más tarde al cementerio, dos niñas pequeñas, una de seis años quizás, la otra de nueve-diez, desfilaban cabizbajas mientras su madre ahora viuda hacía todo lo posible por consolarlas.
Después de tantas batallas en el oficio yo creía, como la mayoría de mis compañeros cuyas cámaras permanecían apagadas mientras presenciábamos la escena, que ya estaba curado de espanto. Pero la imagen de las dos niñas con su madre tras el ataúd mientras la banda de infantería de marina interpretaba la marcha fúnebre "Mater mea" me tocó. Me permitió comprobar que no debo estar del todo inmunizado.
Hacía mucho tiempo que no veía a mi alrededor tanta gente emocionada, muchos con lágrimas en los ojos (políticos, militares, periodistas...)
Fue el instante más sobrecogedor de toda la ceremonia.
El escalofrío que recorrió mi cuerpo cuando, al contraluz, vi desaparecer del hangar el ataúd de madera de roble claro y tras él a las dos pequeñas camino del resto de su vida, ese escalofrío... me vuelve a sacudir ahora mientras os lo cuento. ¡Uf!
J.T.
No hay comentarios:
Publicar un comentario