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miércoles, 21 de julio de 2010

Trabajadores fijos o contratados: la gran discriminación

En un panorama laboral con decenas de tipos de contratos diferentes para los sindicatos, o mejor, para los comités de empresa, existen sólo dos tipos de trabajadores

Uno: Los fijos, cuyos intereses defienden a muerte.

Dos: Los que no son fijos (ya sean contratados por obra, a tiempo parcial o meros colaboradores) a los que en todo caso se plantearán defender cuando la suerte les ponga en el camino un abogado que los haga fijos.

No existe mayor discriminación (y bien que siento decirlo así porque he tenido y tengo muchos amigos sindicalistas) que la de las secciones sindicales de las empresas, y no digamos ya si la empresa es pública.

Un fijo de una empresa pública tiene un seguro en su vida, no ya por ser fijo que también, sino porque los sindicalistas harán por él todo el trabajo sucio que sea necesario.

A cambio de pelearse en su nombre con la empresa de turno les pedirán bien el voto bien secundar una huelga de vez en cuando. Hasta ahí.


El no fijo que se dé por jodido. Si acude al comité pueden ocurrir dos cosas

Una: Que con la mayor amabilidad le digan que no sabe cuánto lo sienten, pero que ellos no pueden hacer nada para luchar por sus derechos porque "el mundo es así y no lo han inventado ellos".

Dos: Que lo manden directamente a tomar por culo, adornado quizás con que lo sienten mucho pero que te busques la vida, vamos, como sepas y puedas porque no eres de los suyos.


Si encima hablamos del mundo de la comunicación, entonces ya es la repera: En una misma cobertura informativa pueden coincidir redactores y cámaras de pitiminí (con camisas y zapatos de marca, tiempo libre a mansalva y siempre haciendo cuentas del montón de días que tienen pendientes de librar) con verdaderos pringaos vestidos de mercadillo para los que no existen horarios ni vida privada y tienen siempre colgada sobre sus cabezas la espada de Damocles de un contrato que en el mejor de los casos les vencerá a los seis meses, todo ello para ganar mil euros mal contados al mes sin pagas extras ni festivos ni dietas ni la madre que los parió.

Hablo del mundo de la comunicación porque es el que más conozco, pero doy fe de que esto sucede igual entre los entrañables “compañeros del metal” dependiendo de si son contratados directos o subcontratados, ocurre también en el mundo de la minería, en los astilleros, en las refinerías, entre los conductores de autobuses fijos o contratados… no hay sector que se salve.

Lo dicho: hay dos tipos de trabajadores, dos subclases sociales (una más subclase que la otra) entre los currantes: Aquellos a quienes amparan los comités de empresa y aquellos que ya pueden darse con un canto en los dientes cada vez que consiguen que les renueven un contrato.

J.T.

sábado, 3 de julio de 2010

El funeral de Rota y el derecho a la privacidad

(Publicado el 21 de abril de 2010)


Toda la madera de roble claro de los cuatro ataúdes quedó a la vista cuando treinta y seis marinos, nueve por féretro, retiraron las banderas que los habían recubierto durante la ceremonia. Con escrupulosa meticulosidad primero las doblaron y luego tomaron las gorras de los uniformes de gala de los fallecidos.

Después se las entregaron, bandera y gorra, a los familiares de cada uno de los marinos muertos cinco días antes en Haití cuando el helicóptero en que transportaban ayuda humanitaria para los afectados por el terremoto del 12 de enero se estrelló en una montaña cercana a la frontera con la República Dominicana.

Era casi mediodía del martes veinte de abril, habían acabado los actos de homenaje en el hangar número cinco de la Base Naval de Rota -con la presencia de los reyes, el presidente del gobierno y varios cientos de compañeros y jefes de los fallecidos- y llegaba el momento de despedir a los féretros. Terminaba el acto oficial y comenzaba la parte íntima para la que los familiares de los marinos muertos habían reclamado el derecho a la privacidad.

Para llegar hasta los coches fúnebres los cuatro féretros, a hombros de sus compañeros, debían abandonar el hangar por el amplio pasillo central a cuyos lados nos encontrábamos quienes habíamos estado presentes en el solemne funeral.

Fue el momento en que pudimos ver a las familias.

El protocolo los había situado fuera del alcance de los objetivos de las cámaras durante la ceremonia, pero ahora caminaban cada una de ellas detrás del ataúd del padre, del hermano, del marido, del hijo desaparecido...

Cuando comenzaban a llegar a nuestra altura, las cámaras de televisión giraron ciento ochenta grados y los objetivos de los fotógrafos quedaron en el suelo tal y como se nos había pedido.

Ni una sola foto, ni un solo plano.

Hubo ciertas reticencias al paréntesis por parte de algunos compañeros que yo creo desaparecieron por completo cuando vimos una imagen y vivimos un momento que tal como quedó grabado en mi memoria quiero contaros ahora aquí:
Detrás del primero de los féretros, camino del coche fúnebre que conduciría los restos de su padre hasta la ceremonia privada de despedida y más tarde al cementerio, dos niñas pequeñas, una de seis años quizás, la otra de nueve-diez, desfilaban cabizbajas mientras su madre ahora viuda hacía todo lo posible por consolarlas.

Después de tantas batallas en el oficio yo creía, como la mayoría de mis compañeros cuyas cámaras permanecían apagadas mientras presenciábamos la escena, que ya estaba curado de espanto. Pero la imagen de las dos niñas con su madre tras el ataúd mientras la banda de infantería de marina interpretaba la marcha fúnebre "Mater mea" me tocó. Me permitió comprobar que no debo estar del todo inmunizado.

Hacía mucho tiempo que no veía a mi alrededor tanta gente emocionada, muchos con lágrimas en los ojos (políticos, militares, periodistas...)

Fue el instante más sobrecogedor de toda la ceremonia.

El escalofrío que recorrió mi cuerpo cuando, al contraluz, vi desaparecer del hangar el ataúd de madera de roble claro y tras él a las dos pequeñas camino del resto de su vida, ese escalofrío... me vuelve a sacudir ahora mientras os lo cuento. ¡Uf!



J.T.