El episodio de Maribel Vilaplana y Carlos Mazón durante las horas más dramáticas de la dana del 29 de octubre de 2024 pone sobre la mesa un viejo debate, el del periodista que olvida que su oficio no es confraternizar con el poder sino fiscalizarlo. Una periodista comiendo con el presidente mientras media Valencia se inundaba; él desaparecido de los puestos de mando, ella callada durante casi un año. Y diez meses largos después, un comunicado medido, casi quirúrgico, intentando salvar los muebles más que aclarar los hechos. Ahora que ha sido citada a declarar, a ver qué le cuenta Vilaplana a la jueza Nuria Ruiz Tobarra el próximo lunes 3 de noviembre en Catarroja.
Cuando el pasado 5 de septiembre hizo pública su carta, Vilaplana confirmó lo que muchos ya intuían: que el silencio de un periodista, cuando coincide con la comodidad del poder, huele a algo más que discreción. Que se sintió “víctima de una campaña de falsedades”, explicó, y puede que tenga razón. Pero seguro que no se le escapa, porque es buena profesional, que cuando un periodista actúa como lo hizo ella, la verdadera víctima acaba siendo la credibilidad del oficio.
El poder siempre quiere periodistas dóciles, previsibles, agradecidos, que sonrían, que no repregunten, pero los profesionales que pelean por preservar la dignidad de este trabajo saben que nuestra obligación es vigilar, molestar y contar lo que quien manda no quiere que se sepa. No se trata de crucificar a Vilaplana ni de hacer leña del árbol caído, mucho menos de meternos en su vida privada, pero sí de preguntarnos qué demonios nos está pasando como oficio para que ocurran estas cosas.
Un periodismo que se confunde con la élite a la que debería vigilar deja de ser periodismo para convertirse en relaciones públicas. Los viejos maestros lo tenían claro: de la independencia no hay que jactarse, hay que ejercerla. Se demuestra con las preguntas incómodas, con la ausencia en los banquetes, con la negativa a compartir confidencias fuera de los cauces públicos. La independencia, como la dignidad, solo sirve si se mantiene cuando resulta incómoda. Lo otro es marketing.
El problema no es que una periodista se siente a comer con un político. El problema es cuándo, por qué y qué hace después. Y aquí, el después ha sido un silencio que duele. No por lo que oculta, sino por lo que insinúa. El buen periodismo no se hace entre copas ni cafés. Se hace con botas de agua, con libreta y con dudas. Y sobre todo, con distancia. La distancia es lo único que protege la mirada. Sin distancia, la pluma se ablanda, la voz se modula y el silencio se vuelve rentable… para el poder.
El periodismo que no incomoda, que no molesta, que se justifica diciendo “yo solo hacía mi trabajo” mientras quien manda te acaricia el hombro no sirve. Y si algo enseña este caso es que los silencios prolongados, los comunicados calculados y las relaciones ambiguas entre periodistas y políticos acaban siendo veneno puro para la democracia. Como decía más arriba, a ver lo que le cuenta Maribel Vilaplana a la jueza el próximo 3 de noviembre.
J.T.
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