Periodistas sacando sus pertenencias del Pentágono el pasado miércoles
tras entregar sus credenciales de prensa.
Kevin Wolf / Ap-LaPresseHay gestos que valen más que mil editoriales. Que un grupo de periodistas abandone el Pentágono, con sus cajas de cartón y sus credenciales devueltas es toda una declaración de principios, el recordatorio de que, incluso en los pasillos del poder más blindado del planeta, todavía queda quien entiende que la dignidad profesional no se negocia.
Nos cuenta este domingo Francesc Peirón en La Vanguardia cómo los reporteros que cubrían la información del Departamento de Defensa han dicho basta. Lo han hecho frente a un nuevo reglamento que, con la excusa de “poner orden”, lo que busca en realidad es imponer el silencio. Las normas impulsadas por Pete Hegseth, el nuevo mandamás del rebautizado “Ministerio de Guerra”, convierten la acreditación de prensa en una mordaza. Limitan el acceso de los reporteros a zonas comunes donde podían hablar con oficiales y personal militar, prohíben recabar información sin autorización previa, incluso sobre temas de interés público y advierten que cualquier “conducta inapropiada”, es decir, cualquier pregunta incómoda, puede derivar en la retirada inmediata de la credencial.
Traducido del lenguaje burocrático: los periodistas pueden estar, pero no mirar. Preguntar, pero no incomodar. Es decir, no pueden hacer periodismo.
Ante tamaña tropelía, una treintena de medios, desde The Washington Post hasta CNN, pasando incluso por Fox News, se han levantado de la mesa al mismo tiempo. Una unanimidad así no se veía desde hace décadas. Han empaquetado sus pertenencias, han entregado sus credenciales y han salido del Pentágono con la cabeza alta. En la puerta, uno de ellos dejó un cartel: “El periodismo no es un crimen”. No lo es, claro. Salvo cuando los gobiernos deciden tratarlo como tal.
Las imágenes de los corresponsales saliendo con cajas bajo el brazo recordaron inevitablemente a las de los empleados de Lehman Brothers durante la crisis de 2008. Entonces quebró un banco; hoy, lo que se resquebraja es la credibilidad democrática de un país que presume de libertad de prensa mientras amordaza a quienes la ejercen. Puede parecer una anécdota sin más, pero no lo es. Es, como bien señala Peirón, una de las mayores rebeliones periodísticas contra el poder político en la historia reciente de Estados Unidos. Un gesto de resistencia en un tiempo en que el periodismo anda acosado, desprestigiado y, sobre todo, vigilado.
Desde el poder, se justifica el cerrojo como un “cambio de sentido común”, pero la verdad es que tienen miedo a la transparencia. Miedo a que alguien cuente lo que no quieren que se sepa. Lo que antes se llamaba rendición de cuentas, hoy se tacha de traición. Pero lo que está en juego no es la seguridad nacional, sino la seguridad del relato oficial. Controlar el acceso, seleccionar las fuentes, decidir quién pregunta y sobre qué. Nada nuevo bajo el sol.
La retirada de los periodistas del Pentágono no es solo una noticia, es un símbolo. Es el espejo de una profesión que, pese a la precariedad y el desprestigio, sigue dispuesta a plantar cara cuando el poder cruza la línea roja.
En tiempos de propaganda, la única forma de hacer periodismo decente es recordar lo esencial: sin prensa libre, no hay democracia posible. Y cuando el Estado decide blindarse contra las preguntas, el deber del periodista no es adaptarse, sino levantarse y marcharse. Eso es lo que han hecho casi todos los periodistas acreditados en el Pentágono, así que vaya desde aquí nuestro aplauso y nuestro reconocimiento.
Nunca basta con escribir columnas o denunciar abusos desde la comodidad de una redacción. Hay que hacerse respetar, como han hecho los periodistas del Pentágono. Si no te dejan hacer tu trabajo empaquetas los bártulos y te vas. Chapeau!
J.T.
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