JAG. Estas son las iniciales de alguien a quien Juan Antonio Roca le pagó doscientos mil euros y hasta hoy no se sabe aún quién es. Alguien que tendría que estar procesado en el caso Malaya pero al que ni el juez ni los policías encargados de la investigación pudieron desenmascarar hasta ahora: el único que se ha salvado.
Según todos los indicios se trata de alguien que se mueve en Madrid en el entorno policial, alguien que tiene o tenía poder en la policía y que al parecer permitía a Roca sentirse “blindado” para cometer todas las fechorías que cometió.
El dinero que Roca le pagaba a JAG le garantizaba, debía pensar el ahora procesado, si no la inmunidad sí al menos información privilegiada para adelantarse a los acontecimientos. A Roca no le salió bien la jugada porque los policías que lo enfilaron no se casaban con nadie, pero estos mismos policías acabaron pagando muy caro su sentido de la honestidad, su exceso de celo profesional.
Brillantes en su trabajo, los inspectores que investigaron el caso Malaya tropezaron entre los papeles de Roca con un escollo que los ponía en un verdadero compromiso, porque se trataba de datos que apuntaban hacia su propia “empresa”, hacia la cúpula policial en Madrid: se atrevieron, lo intentaron, pero nunca consiguieron ponerle nombre ni cara a las iniciales JAG.
Tanto se metieron en el charco que acabaron llenos de barro, y el trabajo más brillante en la lucha contra la corrupción jamás hecho en España acabó con su renuncia voluntaria: con el abandono de los dos principales inspectores del caso cuando éstos entendieron que haber sido tan competentes les estaba llevando a la ruina.
Lo cuentan Héctor Barbotta y Juan Cano en su estupendo libro sobre el caso Malaya (“La última gota, la novela sobre el caso Malaya”, Paréntesis Editorial, colección De facto). Un libro escrito en clave de relato que a mí me parece imprescindible para poder tener una visión completa y una perspectiva adecuada del caso.
Lo que cuentan es que hay dos policías con el suficiente valor para poner en jaque a toda una corporación municipal, dos policías que consiguen aportar documentación para detener a dos alcaldes y a más de una decena de concejales, pruebas con las que el juez procesa a casi un centenar de personas entre empresarios, abogados, funcionarios, políticos y otras hierbas -mundo de la farándula incluido-... Bien, pues estos dos policías acaban pinchando en hueso en su propia casa.
Tantos meses de colaboración con el juez del caso los había hecho amigos. El libro de Barbotta y Cano cuenta el momento en que estos dos hombres acuden al despacho del juez a despedirse cuando ya han pasado casi 14 meses del histórico registro en el Ayuntamiento de Marbella y de las primeras y sonadas detenciones.
Al juez le cuesta admitir que sus amigos quieran marcharse pero acaba entendiendo las razones por las que están resueltos a tirar la toalla: sólo se preocuparon de hacer bien su trabajo y se olvidaron de lo importante que es tener contentos a sus jefes. Y los jefes, mosqueados, no se habían cortado un pelo:
- Ahora podéis ampararos en el juez para saltaros la cadena de mando-les habían dicho, pero él se irá y vosotros continuaréis aquí a nuestras órdenes.
El juez lo entendió todo y antes de darle a sus amigos el abrazo de despedida no pudo evitar un alarde de erudición nada extraño en quien se tira años preparando unas oposiciones y citó a San Francisco de Asís: “No sólo hay que tener valor para cambiar lo que se puede -dijo, también hace falta serenidad para aceptar lo que no se puede y sabiduría para conocer la diferencia”
Los policías que realizaron el trabajo gracias al cual asistimos desde este lunes al macrojuicio que está llamado a marcar época en la historia de la lucha contra la corrupción en nuestro país andan desde hace más de tres años perdidos en el anonimato en comisarías de barrio. Infrautilizados, desactivados, desaprovechados…
Una vez más, como siempre pasa en la vida real, acaban ganando los malos
J.T.
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