Se me caen los periódicos y las revistas de las manos. Literalmente. Empiezo a leer y, a las pocas líneas empiezo a tener la sensación de que me toman el pelo descaradamente. Me pasa igual con las radios, antes me quedaba alguna, ahora ni eso: no hay mañana en que no la apague cabreado. Prensa y radio me cuentan las cosas tarde, sesgadas, jerarquizadas de manera tendenciosa y opinadas. De la televisión mejor ni hablamos. Ni siquiera en tve, donde últimamente parece que han mejorado algo las cosas, los informativos acaban de gustarme.
Durante décadas el periodismo fue un lugar al que acudir para entender el mundo. No para que te dieran la razón, sino para ayudarte a pensar. Hoy, en demasiadas ocasiones, se ha convertido en un altavoz de consignas, un campo de batalla partidista o, peor aún, el eco barato de lo que ya circula sin control por las redes sociales. La confianza de la ciudadanía en los medios tradicionales no deja de caer. El consumo de prensa escrita se desploma, las audiencias de la tele, también de la radio, envejecen y los jóvenes se informan mayoritariamente en los móviles a través de plataformas colonizadas por los malditos algoritmos.
Los titulares de la mayoría de los periódicos se diseñan para provocar indignación confundiendo por sistema información con opinión, muchas informaciones sustituyen el contraste por el clic fácil… En resumen, que todo esto es pan para hoy y hambre para mañana en un oficio cuya razón de ser ha sido siempre, y necesita seguir siéndolo, respetar a las personas a quienes nos dirigimos, no publicar algo hasta tenerlo definitivamente contrastado, tampoco ahorrarnos lo que molesta ni jamás exagerar algo de manera gratuita.
El problema no es solo económico, aunque también, las redacciones precarizadas, los periodistas mal pagados, la dependencia excesiva de la publicidad y de intereses empresariales o políticos... Todo eso pesa, pero hay algo aún más grave, la renuncia a la responsabilidad. El periodismo no está para competir con Twitter o TikTok, sino para hacer lo que ahí no se hace, es decir, contextualizar, verificar, explicar, incomodar al poder en definitiva.
En España arrastramos además un vicio añadido, que es el alineamiento descarado. Los medios funcionan como trincheras ideológicas. No informan para ciudadanos, sino para parroquias, con lo que alimentan la polarización y empobrecen el debate público. En consecuencia, el lector, el oyente o el espectador que busca datos y argumentos para formarse su propia opinión acaba marchándose apenas percibe que le están vendiendo descaradamente motos infumables.
¿Qué hacer entonces? La respuesta no es sencilla, pero existen puntos innegociables. El primero sería no renunciar jamás a la honestidad intelectual, decir lo que se sabe, reconocer lo que no y separar nítidamente información y opinión. Un segundo aspecto sería, como decíamos más arriba, no olvidar nunca que nos debemos al lector y a nadie más; y el tercer punto de partida sería no olvidar nunca que las cosas que pasan hay que contarlas tal como son y punto, sin adornos ni restricciones. A corto plazo, actuar así puede que no resulte rentable pero será la única manera de salvar el oficio.
El periodismo no puede competir en velocidad con las redes sociales, ni tiene por qué intentarlo. Si los medios quieren que el lector no pierda la fe, tienen que empezar por merecerlo.Y eso implica no renunciar jamás a lo que siempre fue una de las reglas de oro del oficio periodístico, que la credibilidad tenemos que ganárnosla, a pulmón, cada día. Feliz año!
J.T.

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