El 4D fue la gran movilización democrática de la llamada Transición. Un pueblo entero exigiendo que Andalucía no quedara relegada al vagón de cola de la nueva España democrática que se estaba fraguando tras las elecciones constituyentes del 15 de junio. El franquismo se descomponía, sí, pero seguía disparando. Continuaba incrustado en el ejército, en los cuerpos policiales, en las instituciones, y por supuesto en la judicatura, de donde todavía no hemos conseguido hacerlo salir. Manuel José García Caparrós, dieciocho años, trabajador de Cervezas Voctoria y afiliado a CCOO, cayó abatido por una bala policial cuyo autor nadie ha querido señalar en casi medio siglo.
Ese 4 de diciembre, aquella manifestación masiva, pacífica, festiva, donde se ondeaban banderas andaluzas, fue reprimida porque la policía se puso nerviosa cuando vio trepar a otro joven llamado Juan Manuel Trinidad por la fachada del edificio de la Diputación Provincial hasta que consiguió hacer lo que su presidente había prohibido: colocar en el balcón la bandera blanca y verde. Ese gesto simbólico bastó para desatar la carga. Caparrós murió allí mismo, y pese al miedo, pese a la sangre, los andaluces volvimos a salir a la calle al día siguiente para despedirlo. Miles de personas acompañando un entierro vigilado, en el que estuvo presente Marcelino Camacho, líder de Comisiones, preso político de la dictadura durante años. El 6 de diciembre Málaga convocó una huelga general -ilegal, por supuesto- cuyo seguimiento fue masivo.
Aún hoy seguimos viviendo entre los rescoldos de aquel franquismo amnistiado, de aquel aparato del Estado que nadie depuró, de aquella ley del silencio que impide a las hermanas de Caparrós hacer públicos los documentos del caso hasta que se cumplan los cincuenta años de su muerte. Andalucía ganó su autonomía en la calle, no en los despachos. Y esa conquista, como todas las importantes, sigue siendo frágil. El 4 de diciembre nos recuerda de dónde venimos y, sobre todo, lo que aún queda por defender.
J.T.

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