Supe por primera vez de “don” Marcelino Camacho, fallecido el pasado viernes a los 92 años, cuando yo era un estudiante y él estaba en la cárcel. Desde el primer momento me atrapó el personaje. Y a medida que, ya durante la transición, fui siguiéndolo y escuchándolo (muchas veces en persona, uno de los privilegios del oficio de periodista) me interesó más aún la persona.
Me parecía magistral la estructura de sus mítines, la sencillez y la claridad con que exponía sus ideas. Sus mensajes eran contundentes. Sólidos. Y su capacidad de liderar, indiscutible.
Y cuando acababa un acto parecía como si aparcara su carisma: se conducía como uno más, sin poses ni estridencias porque entre los activos de su patrimonio estaban la humildad y la ausencia de ínfulas. Era así, un ciudadano normal. Tenía la edad de mi padre y en muchas cosas me lo recordaba.
Cuando él ya había cumplido ochenta años, hará ahora unos doce, me encontré un día con Marcelino y su mujer, mi paisana Josefina Samper, a la salida de Barajas solos y cargados con su equipaje. Era antes de que hubiera estación de metro allí y esperaban, en la parada de autobuses, el que transportaba desde el aeropuerto hasta Madrid a los pocos pasajeros que lo solían usar en lugar del taxi o el coche. Fue la última vez que lo vi y que lo pude saludar.
Cuando subimos al autobús, Marcelino y su mujer se sentaron justo detrás del chófer (apenas éramos media docena de pasajeros) y el otrora principal impulsor del sindicato Comisiones Obreras estuvo durante parte del trayecto hablándole al interesado conductor de los tiempos en que trabajaba en la Perkins.
Contaba, ya retirado, su vida de trabajador, no la de líder sindical ni la de luchador antifranquista. Y hasta cargado de maletas y con ochenta años cumplidos se movía en transporte público.
Ese era don Marcelino Camacho.
J.T.
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