Desde que contaba yo diecinueve años me tiene atrapado la literatura de Vargas Llosa. El colegio Leoncio Prado de Lima, donde transcurre su novela “La ciudad y los perros”, forma parte de mi memoria cultural e incluso, si me apuráis, sentimental.
Desde 1972 me fui bebiendo, en la residencia de estudiantes de Sant Cugat donde yo vivía mientras llevaba a cabo mis estudios en Bellaterra, los libros de este peruano uno detrás de otro: La casa verde, Los cachorros, Conversación en la catedral, Pantaleón y las visitadoras, La tía Julia y el escribidor… Después nunca dejé de serle fiel: La guerra del fin del mundo, Elogio de la madrastra, La Fiesta del Chivo... y ahora espero "El sueño del celta" con verdaderas ganas.
No seré tan petulante como mi profesor Francisco Rico, quien presumía hasta de haberse leído todo Galdós el tío. No, en mi caso con Vargas Llosa no me lo he leído todo, pero sí puedo decir que me he perdido muy poquitas cosas suyas. Así que me siento obligado a reconocer que me ha interesado y continúa interesándome la literatura de este hombre.
Su persona ya no tanto
Como esto es una aproximación mínima no entraré en detalles, pero con Vargas Llosa me ha ocurrido como con tantos otros artistas e intelectuales cuya obra admiramos y que al conocerlos en persona se nos caen literalmente al suelo.
Y que conste que en esta valoración no tengo en cuenta ni sus simpatías políticas, ni tampoco sus incursiones en el mundo del periodismo que fue donde empezó cuando lo llamaban Varguitas. Esos análisis mejor los dejo para otro día.
Eso sí, me alegro mucho de que le hayan dado el Nobel. Por un lado porque así deja ya de hacerse el víctima y por otro porque ¡por fin! le dan este premio a alguien cuyos libros no tengo que salir corriendo a comprar para conocer su obra. Bueno, también me pasó con García Márquez en el 82. ¿Con Cela? Paso palabra.
J.T.
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