¡Madre mía, qué tensión la noche del domingo!, ¿no? Las encuestas lo habían insinuado, pero la velada electoral mejoró el suspense de una buena película porque pasaban los minutos y no había manera de imaginar lo que acabaría ocurriendo en Madrid ni en Barcelona. Fue noche de ansiedad y de lexatin, mucho lexatin, porque aunque nadie se daba por vencido, tampoco hubo quien se atreviera a lanzar las campanas al vuelo. Los primeros en sorprenderse cuando, pasadas las doce de la noche, el avance del escrutinio permitía deducir que las derechas (incluido Vox, claro está) podían sumar mayoría en el Ayuntamiento y la Comunidad de Madrid, fueron los propios del PP quienes tuvieron que improvisar un atril a la puerta de la sede para celebrar el fracaso de sus adversarios, que no la victoria de sus candidatos.
Los datos de Madrid y Barcelona no eran los resultados de dos ayuntamientos y una Comunidad más: eran “los resultados”. Todo lo demás estaba muy bien, la amplia victoria socialista en las europeas, en comunidades y ayuntamientos cuyos datos venían a revalidar lo sucedido en Abril… Pero perder Madrid y Barcelona era algo que las izquierdas no querían creerse que podía llegar a suceder. Que no tenía que haber sucedido, añado yo. Si Carmena y Colau hubieran podido continuar, si Gabilondo hubiera conseguido sumar para acabar con veinticuatro años de PP en la Asamblea de Madrid, este lunes ni siquiera estaríamos hablando de la debacle de Podemos, donde solo ha sobrevivido uno de los “ayuntamientos del cambio” de hace cuatro años, el de Cádiz, el bastión del Kichi el rebelde. Con Madrid y Barcelona para la izquierda, Pablo Iglesias habría salvado los muebles, pero la balanza cayó del otro lado y el que se encontró con el santo de cara fue su tocayo Casado quien, flanqueado por Almeida y Ayuso, se apresuró a posar para la foto de portada de los cuatro periódicos madrileños en la misma puerta del edificio donde hace cuatro semanas todo era luto y silencio. Ni tiempo a enfriar el cava debió darle, mientras se fundía en abrazos sin fin con quienes ya estaban afilando los cuchillos que pensaban clavar en la misma espalda que ahora palmeaban.
Del luto a la fiesta unos, y de la fiesta al luto los otros. Cuando Colau apareció en la tele, todo era tan confuso aún que algunos creímos que lloraba de emoción y celebraba la victoria, pero no: sabía, antes que nosotros, que ya no había nada que hacer, que Maragall le había ganado por la mínima, pero le había ganado. Lo de Carmena estaba más claro desde algunos minutos antes y cuando finalmente compareció, junto a Marta Higueras, Rita Maestre, Íñigo Errejón y algunos compañeros más con la cara seria y los ojos enrojecidos, ya conocíamos que salía a despedirse. Mucho más tarde, cuando los datos de la Comunidad de Madrid eran ya irrefutables, Ángel Gabilondo proclamó a los cuatro vientos que no tiraba la toalla, que no daba la batalla por perdida y estaba dispuesto a hablar con todo el mundo.
Al despertarme este lunes, los resultados estaban ahí. No, no había sido una pesadilla como los analistas de diestra, siniestra y mediopensionistas se apresuraron a confirmarme en radios y teles. Una resaca insoportable, la mía, pero también la de la mayoría de agudos tertulianos que se esforzaban por buscar ángulos al análisis que les hicieran parecer más listos que los demás. Luego, el día fue avanzando, y apareció Iceta declarando que los cálculos se pueden hacer de muchas maneras, y más tarde Ciudadanos, contando que “se abre a negociar con el PSOE”. ¿Cómo debemos interpretar esto? ¿Que se acabaron los cordones sanitarios y las líneas rojas y, en consecuencia, está abierta hasta la posibilidad de pactar la investidura de Pedro Sánchez? ¡Qué malos son los lunes de resaca!. Una vez más, mejor no decir fú hasta que no pase el último gato. Habrá que comprar más lexatin.
J.T.
No hay comentarios:
Publicar un comentario