Cuando, a finales de febrero, escuché por primera vez a un cantante de ópera italiano ofrecer a sus vecinos un concierto improvisado desde el balcón de su casa me pareció hermoso, pero he de reconocer que también algo patético. Lo consideré el reconocimiento de una impotencia, de lo poca cosa que somos, y además lo veía lejos, me sentía sencillamente espectador de algo que ni por asomos se me ocurría pensar que, en breve, me iba a concernir de una manera directa. A los pocos días estábamos aquí también saliendo a los balcones, aplaudiendo a los sanitarios a las ocho de la tarde, cantando el “Resistiré”, encerrados y acojonados, muy acojonados.
Nuestra capacidad de asimilar lo que estaba ocurriendo, al menos la mía, iba por detrás de la velocidad a la que sucedían las cosas. Nos quedamos en casa, sí, pero pensamos que sería por unos días y punto. El tsunami nos arrollaba y las Fallas de Valencia seguían sin suspenderse del todo, en Sevilla el alcalde se resistía a renunciar a la Semana Santa y a la Feria, y los viernes por la tarde las salidas de las ciudades se llenaban de coches con familias empeñadas en pasar el fin de semana fuera.
Los sanfermines se celebrarían, seguro, hombre, ¿cómo iba a llegar la cosa a julio? Y las ferias de verano, y los conciertos, y el fútbol, claro, sin fútbol no se puede vivir, seguro que esto se arregla en cuatro días. Los cuatro días se han convertido en cuatro meses, casi cinco ya, y solo parece existir una cosa clara: nadie sabe cuánto va a durar esto.
El día en que se declaró el estado de alarma la cifra de contagiados diarios en España era de 1.231 y la de muertos, 30. Dos semanas después, el uno abril, los fallecidos en un solo día llegaron a 950. Fue entonces cuando empezamos a asumir que la cosa iría para largo, pero aún así el 21 de junio cuando, tras doblegar la dichosa “curva”, se acabaron las fases y finalizó el estado de alarma, salimos de estampida a llenar calles, plazas y playas como hacen los niños en los patios del colegio cuando llega la hora del recreo.
Sabemos que ahora, finales de julio-primeros de agosto, estamos viviendo un período de libertad condicional, que la regla de las tres “emes” (Mascarilla, dos Metros de distancia e higiene de Manos) hay que cumplirla sí o sí y que el riesgo no ha desaparecido ni mucho menos. Pero los rituales no se convierten en costumbre en dos días. Cuesta. Para sobrevivir sin neuras, quizás necesitamos creernos que existe menos peligro del que parece, que a nosotros no nos va a tocar. Hasta que nos toca.
Los grandes empresarios se resisten a asumir la evidencia, los pequeños comercios, los negocios de nivel medio aspiran a sobrevivir como sea, la economía peligra como nunca y no hay más remedio que buscar un equilibrio, difícil, que por un lado permita la actividad y por otro no suponga incrementar los riesgos. ¡Qué estrés, qué ansiedad, que desesperante!
¿Qué hacer? La irresponsabilidad de quienes se reúnen en grandes grupos y sin mascarilla hay que cortarla de raíz, es verdad, así como las fiestas nocturnas y tantas otras cosas de las que nos cuesta tanto prescindir porque hacerlo, en cierto modo, es como renunciar a estar vivo. De acuerdo, pero ¿acaso no es una irresponsabilidad seguir promoviendo la llegada de turistas cuando los focos y los rebrotes se cuentan ya en nuestro país por centenares? ¿No es descabellado poner la economía por delante de la salud, de la seguridad, de una cierta tranquilidad que nos permita aguantar sin histerias el tiempo que aún nos queda así?
Entiendo que eso es lo que quiso decir Fernando Simón el pasado lunes, por mucho que lo calificaran de declaraciones “políticas” y al final haya acabado pidiendo disculpas. Es una obviedad que si viene menos gente de Bélgica, o de Holanda, el virus contará con menos víctimas potenciales porque la movilidad, como está demostrado, es ya en sí misma un importante factor de riesgo.
Nos negamos a hacernos a la idea de que esto pueda continuar siendo tan grave, nos resistimos a aceptar que este enemigo invisible condicione de una manera tan seria nuestras vidas, nuestras costumbres y nuestro futuro sin que podamos predecir cuándo demonios acabará la pesadilla.
Es un sencillo orden de prioridades, como ha dejado escrito Rosa María Artal en “La bolsa o la vida”, su libro más reciente. Simón y mucha más gente, la mayoría, elegimos la vida, como es lógico. Los empresarios, los políticos que los apoyan y los yonkies del beneficio apuestan por la bolsa. Punto y seguido. Lo intuimos, pero nos resistimos a asumirlo: esto no ha hecho más que empezar.
J.T.
Difundido en Público
Nuestra capacidad de asimilar lo que estaba ocurriendo, al menos la mía, iba por detrás de la velocidad a la que sucedían las cosas. Nos quedamos en casa, sí, pero pensamos que sería por unos días y punto. El tsunami nos arrollaba y las Fallas de Valencia seguían sin suspenderse del todo, en Sevilla el alcalde se resistía a renunciar a la Semana Santa y a la Feria, y los viernes por la tarde las salidas de las ciudades se llenaban de coches con familias empeñadas en pasar el fin de semana fuera.
Los sanfermines se celebrarían, seguro, hombre, ¿cómo iba a llegar la cosa a julio? Y las ferias de verano, y los conciertos, y el fútbol, claro, sin fútbol no se puede vivir, seguro que esto se arregla en cuatro días. Los cuatro días se han convertido en cuatro meses, casi cinco ya, y solo parece existir una cosa clara: nadie sabe cuánto va a durar esto.
El día en que se declaró el estado de alarma la cifra de contagiados diarios en España era de 1.231 y la de muertos, 30. Dos semanas después, el uno abril, los fallecidos en un solo día llegaron a 950. Fue entonces cuando empezamos a asumir que la cosa iría para largo, pero aún así el 21 de junio cuando, tras doblegar la dichosa “curva”, se acabaron las fases y finalizó el estado de alarma, salimos de estampida a llenar calles, plazas y playas como hacen los niños en los patios del colegio cuando llega la hora del recreo.
Sabemos que ahora, finales de julio-primeros de agosto, estamos viviendo un período de libertad condicional, que la regla de las tres “emes” (Mascarilla, dos Metros de distancia e higiene de Manos) hay que cumplirla sí o sí y que el riesgo no ha desaparecido ni mucho menos. Pero los rituales no se convierten en costumbre en dos días. Cuesta. Para sobrevivir sin neuras, quizás necesitamos creernos que existe menos peligro del que parece, que a nosotros no nos va a tocar. Hasta que nos toca.
Los grandes empresarios se resisten a asumir la evidencia, los pequeños comercios, los negocios de nivel medio aspiran a sobrevivir como sea, la economía peligra como nunca y no hay más remedio que buscar un equilibrio, difícil, que por un lado permita la actividad y por otro no suponga incrementar los riesgos. ¡Qué estrés, qué ansiedad, que desesperante!
¿Qué hacer? La irresponsabilidad de quienes se reúnen en grandes grupos y sin mascarilla hay que cortarla de raíz, es verdad, así como las fiestas nocturnas y tantas otras cosas de las que nos cuesta tanto prescindir porque hacerlo, en cierto modo, es como renunciar a estar vivo. De acuerdo, pero ¿acaso no es una irresponsabilidad seguir promoviendo la llegada de turistas cuando los focos y los rebrotes se cuentan ya en nuestro país por centenares? ¿No es descabellado poner la economía por delante de la salud, de la seguridad, de una cierta tranquilidad que nos permita aguantar sin histerias el tiempo que aún nos queda así?
Entiendo que eso es lo que quiso decir Fernando Simón el pasado lunes, por mucho que lo calificaran de declaraciones “políticas” y al final haya acabado pidiendo disculpas. Es una obviedad que si viene menos gente de Bélgica, o de Holanda, el virus contará con menos víctimas potenciales porque la movilidad, como está demostrado, es ya en sí misma un importante factor de riesgo.
Nos negamos a hacernos a la idea de que esto pueda continuar siendo tan grave, nos resistimos a aceptar que este enemigo invisible condicione de una manera tan seria nuestras vidas, nuestras costumbres y nuestro futuro sin que podamos predecir cuándo demonios acabará la pesadilla.
Es un sencillo orden de prioridades, como ha dejado escrito Rosa María Artal en “La bolsa o la vida”, su libro más reciente. Simón y mucha más gente, la mayoría, elegimos la vida, como es lógico. Los empresarios, los políticos que los apoyan y los yonkies del beneficio apuestan por la bolsa. Punto y seguido. Lo intuimos, pero nos resistimos a asumirlo: esto no ha hecho más que empezar.
J.T.
Difundido en Público
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