Para quienes crean que el peligro ha pasado y que Vox se convertirá en una fuerza residual tras las elecciones del diez de noviembre, aviso a navegantes: ojito, ojito, queridos amigos, que las circunstancias que propiciaron sus avances en anteriores comicios continúan vivas. La discusión del pasado jueves entre Ortega Smith y el alcalde de Madrid, a plena luz del día y micrófonos mediante, evidenció hasta qué punto la ultraderecha tiene en sus manos más poder, influencia y vigencia de lo que tendemos a creernos.
La fuerza política merced a la cual Martínez Almeida consiguió el bastón de mando se le ha sublevado a los tres meses, en plena Cibeles, boicoteando, con una pancarta alternativa y sin previo aviso, un acto institucional de repulsa a la violencia de género. Patética la reacción del alcalde ante la deslealtad de Ortega y los cuatro gatos que lo acompañaban, de vergüenza ajena: “Pero hombre, Javier, ¿cómo me haces esto, hombre?” Y remató: “que ya sabes que yo no comparto ni la ideología de género ni el feminismo del ocho de marzo” ¡Toma ya!
La rebeldía de Vox salió ganadora del envite no por casualidad, ni porque el cabecilla de los negacionistas le saque un metro de estatura al alcalde, sino porque este último sabe hasta qué punto depende del grupo fascista para mantenerse en el cargo. Esa es la fuerza de Vox. Esa es la fuerza de la ultraderecha en el ayuntamiento madrileño, en la Comunidad, en Murcia… y en Andalucía.
La sombra de Vox es más alargada de lo que se tiende a pensar. Que las encuestas minimicen ese peligro es a su vez un riesgo, porque puede invitar a bajar la guardia en este extraño momento político en el que todo anda desmadrado. Los de Ciudadanos trotan como pollo sin cabeza, y tanto el PP como el PSOE tienden a frotarse las manos pensando que entre el bipartidismo de siempre se van a repartir por lo menos dos millones de votos de los naranjas. Se olvidan que las proclamas racistas y machistas de Vox continúan calando entre una más que abultada ciudadanía cabreada. Olvido que coincide, para que no falte de nada, con la inminente aparición del veredicto del “procés”. Arrimadas y Rivera ya no van a pescar en las aguas revueltas previsibles tras la publicación de la sentencia, pero Vox sí puede hacerlo.
De ese miedo a Vox pretende volver a aprovecharse Sánchez para incrementar los sufragios en su cuenta corriente. Pero aunque todo ande descabalado, quizás lo que resulte el diez de noviembre no sea exactamente lo que a día de hoy se está barajando en tertulias y sondeos publicados. Si bien la intención de Sánchez al cerrarse en banda a todo trato con UP es resucitar el bipartidismo, no es descartable que el resultado acabe siendo una fragmentación aún mayor que la actual. Quién sabe, a lo mejor con los vasos comunicantes más igualados los dos partidos hegemónicos de los últimos cuarenta años acabarían asumiendo por fin que esa etapa es difícilmente repetible.
Hay muchas anécdotas que permiten deducir que los políticos sí intuyen lo poco claro que está todo, por ejemplo los esperpénticos argumentos de Juanma Moreno defendiendo que los votantes vengan ya de casa con la papeleta metidita en el sobre, lo que denota cierto temblor de piernas: “es que hay quien en el colegio electoral no se atreve a coger la papeleta que le gustaría, es que veces no hay cabinas, es que quien se mete en ellas acaba pareciendo sospechoso de algo”...
La mayor esperanza de la derecha es que sus adversarios se peleen hasta matarse. Quizás sea por eso por lo que, excepciones como las de Juan Manuel Moreno aparte, andan más bien calladitos. Hasta se compran palomitas para asistir encantados al extraño espectáculo que las izquierdas protagonizan estos días. Para qué vamos a llevarnos bien, parecen pensar estos últimos, con lo que nos divertimos despedazándonos los unos a los otros.
Y mientras, los de Vox, imaginando gamberradas, como la del otro día en Cibeles, que le proporcionen protagonismo para volver a llenar el zurrón de xenofobia, intolerancia y machismo.
J.T.
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