A Pedro Sánchez le ha costado cuatro elecciones y un golpe de estado interno entenderlo. Muchos periodistas políticos todavía no han acabado de darse cuenta. Los bancos y las grandes empresas, después de gastarse millones durante cinco años para borrar a Podemos del mapa, parece que han terminado admitiendo que más vale cambiar de estrategia, tras un 2019 en el que no han reparado en gastos a la hora de disparar con munición de gran calibre para resucitar el bipartidismo sin éxito. Solo cuando les ha salido el tiro por la culata con el crecimiento de los fascistas y la desaparición de Ciudadanos parece que han entendido que este país hace tiempo que no es el que era, o el que ellos querrían que fuera. Ha llegado el momento de gobernar de otra manera.
Lo que significa Podemos responde a un estado de ánimo ciudadano cuya traducción a roman paladino es que la época de las mayorías absolutas se acabó, punto final, que tenemos que modernizarnos y en consecuencia admitir como normal que se constituya un gobierno de coalición. Como todo lo inédito, la digestión cuesta, pero algún indicio empieza a haber de que se va asumiendo. Quienes, impotentes, apuestan por continuar fomentando el alarmismo y predicando el apocalipsis hoy sí y mañana también quedan cada día más patéticos.
El año que ahora acaba nos ha dejado pistas suficientes para que saquemos conclusiones a la hora de encarrilar nuestro futuro. Los astros empezaron a emitir señales en el mes de febrero, cuando confluyeron varios asuntos de primer orden: el martes día 12 se inició el juicio del procés, el domingo anterior fue la foto del trifachito en la madrileña plaza de Colón reclamando elecciones, y esa misma semana Esquerra hizo imposible la aprobación de los presupuestos generales del Estado, lo que obligó a Sánchez a disolver el Parlamento el 5 de marzo y convocar elecciones para abril. Por si faltaba algo, Errejón había iniciado en enero el cisma que en breve consumaría junto a Manuela Carmena; y todo esto mientras Pablo Iglesias se encontraba de permiso de paternidad.
Pedro Sánchez se frotaba las manos porque los números, incluida la encuesta del CIS, pronosticaban al PSOE una importante subida, como a Ciudadanos, eso iba a posibilitar sumar mayoría con los naranjitos y a partir de ahí miel sobre hojuelas. La sorpresa fue el harakiri que decidió hacerse Rivera justo cuando gozaba del mayor capital político de toda su carrera: 57 escaños que tiró a la basura a pesar de que Sánchez bebía los vientos por él. En los debates previos a las elecciones del 28-A, tras el regreso de Iglesias, había quedado claro lo vivo que estaba Podemos, a pesar de las encuestas, y a Pedro no le hacía ninguna gracia tener que medirse con su líder por el indiscutible riesgo de quedar en evidencia.
Los resultados electorales de la primavera, cabezones ellos, no se lo pusieron fácil al presidente en funciones. La testarudez de Rivera negándose a pactar con él obligó a Sánchez a buscar un acuerdo con Podemos y sus 42 escaños. Lo que ocurrió entonces no creo que nadie lo haya olvidado: de nuevo Catalunya como excusa, es que Iglesias ha llamado presos políticos a los políticos presos, es
que Iglesias es un escollo. Cuando el “escollo” decidió dar un paso al lado, toda la estrategia socialista quedó en evidencia y la realidad al descubierto: no había ninguna voluntad real de pactar con Podemos; las encuestas, además, pronosticaban un crecimiento del PSOE en caso de nuevas elecciones y un descenso de los apoyos de Podemos así que, sin pensárselo mucho, aguantó el verano haciendo el paripé hasta aquel día de septiembre en que, desaparecida la posibilidad de formar gobierno porque él mismo se había encargado de dinamitarla, decidió convocar de nuevo a las urnas el 10 de noviembre. Hay quien sostiene que Iglesias pudo haber hecho más de lo que hizo para evitarlo, pero una actitud sumisa hubiera sido un pésimo precedente para el futuro de su formación política.
Sabía Sánchez que a ese laberinto vendría a sumarse en octubre la sentencia del juicio del procés, pero aún así tiró para adelante. Y el 10 de noviembre los resultados estuvieron muy por debajo de sus expectativas: sacó tres diputados menos que en abril, la ultraderecha se disparó, Ciudadanos se hundió en la miseria y Podemos ahí estaba, vivito y coleando, con siete escaños menos, pero con los suficientes para ser determinante en un posible gobierno de coalición. Ahora sí, ahora ya Sánchez y su sanedrín entendieron que no quedaba más remedio y, en menos de 48 horas, pactaron e hicieron público un acuerdo con Iglesias antes de ponerse a buscar los apoyos necesarios para la investidura. Esos apoyos precisan la abstención de Esquerra en segunda vuelta. Y en esas andamos.
La misma Esquerra que tumbó los presupuestos en febrero, la misma Esquerra cuyo portavoz imploró un acuerdo en verano, la misma Esquerra que no quiere ni en pintura un gobierno de derechas se está haciendo ahora la remolona, tensando la cuerda para vender su abstención lo más cara posible, aún a sabiendas de que sus votos para facilitarla son la única posibilidad de que la ultraderecha no siga creciendo y creciéndose.
¡Lo que pueden cambiar las cosas, en tan solo doce meses! Ha dado mucho de sí el año 2019. Todo lo que significó Podemos, al traducir en formación política las reivindicaciones del 15M, está a punto de desembocar en una acción de gobierno que intentará cambiar los usos y costumbres de cuarenta largos años en España. Los políticos parece que van entendiéndolo; los medios ahí están aún, erre que erre, mientras sus señoritos acaban de asimilar lo que está pasando.
Y lo que está pasando es que esto ya no va a volver a ser lo que era, que la gente ha perdido el miedo y que los que mandan se han percatado de ello, como se percibió ligeramente en el discurso navideño del jefe del Estado y hasta en la actitud de los políticos catalanes, a pesar de sus remilgos.
Adiós, 2019, te habrás quedado descansando!
J.T.
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