Cincuenta años ya. Medio siglo desde aquellos días de noviembre de 1975 en que España olía a hospital viejo, a incienso de capilla ardiente y a miedo escondido bajo las gabardinas. Medio siglo desde que los periódicos amanecían cada día convertidos en partes médicos, como si el país entero estuviese enganchado al gotero del dictador.
“Infección intestinal grave”, titulaba ABC el lunes 17 de noviembre de 1975, tal día como hoy de hace cincuenta años. “Estado crítico”, rezaba el nacional católico diario Ya. “Complicaciones”, añadían otros mientras Franco se iba a apagando como una bombilla barata. Seguía siendo, hasta el último suspiro, el padre protector al que había que velar con discreción, como si el país fuese menor de edad y no tuviera derecho a enterarse de qué demonios estaba pasando.
Aquella prensa, disciplinada como un batallón, construyó la agonía del dictador como se había construido todo durante cuarenta años: de arriba abajo. El relato oficial se redactaba en El Pardo y se distribuía en los quioscos. Aún así,en aquellos mismos años de opacidad y mordaza hubo quien arriesgó. Por ejemplo el semanario Triunfo, que acumuló multas y secuestros y se convirtió en la revista que explicaba el país lo que el régimen prohibía mirar. También Cambio 16, que en cada número caminaba por el alambre, fue pionera en señalar las grietas del franquismo tardío y pagó su osadía con algún que otro cierre de la publicación durante meses. Cuadernos para el Diálogo practicaba un reformismo ético que irritaba a los ministros del Movimiento y despertaba a los lectores. A estas tres publicaciones, y a algunas otras menos influyentes, les confiscaban tiradas completas o les ordenaban tachar artículos y eliminar portadas
Todo eso convivía -y chocaba- con los periódicos de aquel noviembre del 75 que fingían normalidad mientras el franquismo entraba en sus últimas horas. La contradicción era brutal: en los periódicos diarios, la España oficial agonizaba; en las revistas semanales, la España real asomaba la cabeza. Pero el mensaje dominante lo seguían escribiendo los obedientes.
La verdadera España, la de los estudiantes, la de los trabajadores, la de los barrios, la de los partidos clandestinos, la de los sindicatos perseguidos, ni existía ni tenía permiso para existir en la prensa diaria, quizás un poquito en el periódico Informaciones la única cabecera que, con todas sus hipotecas, abrió sus páginas a análisis culturales y sociales que eran, de hecho, pequeñas clases de respiración en un país asfixiado. Cuando llegó la llamada transición, los mismos periódicos que durante décadas habían callado se vieron de pronto obligados a hablar. Y claro: no sabían. Era más fácil vender un país que despertaba sonriendo que admitir que veníamos de una dictadura que había dejado cicatrices en la justicia, en los cuerpos policiales, en los medios, en las universidades, en la memoria y en las tripas de la gente.
La verdad es que, a pesar de la aparición meses después de diarios como El País o Diario 16, el periodismo en España no ha sabido hacer sus deberes. Por eso estamos como estamos. Medio siglo después, hay quienes continúan debatiendo si Franco fue un dictador, las fosas se siguen vaciando con cuentagotas y vemos cómo quienes se llenan la boca con la palabra “libertad” se inspiran en los mismos reflejos autoritarios de entonces. Seguimos también tragando con televisiones públicas que, en manos de ciertos gobiernos autonómicos, funcionan hoy con una estructura de manipulación similar a aquella que retransmitió en directo, la mañana del jueves 20 de diciembre de 1975, las lágrimas de un presidente del gobierno, Carlos Arias Navarro, hundido el pobre porque Franco acababa de morir.
No es casual que la ultraderecha avance. Estos fenómenos no surgen por generación espontánea: crecen con cada silencio, cada impunidad, cada equidistancia, en cada manual escolar que pasa de puntillas por el franquismo o en cada medio de comunicación que sigue tratando a los enemigos de la democracia como si fueran una corriente política más.
Por eso mirar atrás continúa siendo una necesidad democrática, porque un país que no entiende lo que fue, tampoco puede entender lo que es. Y si entonces la prensa contó la agonía de un dictador sin contar la agonía del país, hoy tenemos aún la obligación de explicar que la democracia no cayó del cielo, que la libertad no la regaló nadie, que hubo muertos, encarcelados, torturados, exiliados. Que aquel rey que tanto tiempo tuvo engañados a tantos no “heredó la paz”, sino un aparato entero construido para evitarla.
Cincuenta años después no puede seguir habiendo excusas. La ultraderecha crece porque sabe leer el malestar mejor que nosotros. Porque mientras nosotros dudamos, ellos gritan. Mientras analizamos, ellos señalan. Mientras debatimos, ellos avanzan. Y porque todavía quedan demasiadas sombras del franquismo incrustadas en nuestras instituciones, en nuestras calles y en nuestros medios de comunicación. Demasiadas dos Españas, demasiado ruido, demasiada trinchera.
Decía Umbral que en España se transita del luto al jolgorio sin pasar por la reflexión. Quizá. Pero el 50 aniversario del final del franquismo debería servir precisamente para eso: para reflexionar, para recordar que la democracia no se sostiene sola. Y que, si no la defendemos con convicción, la terminarán ocupando de nuevo quienes, hace cincuenta años, lloraban al dictador en silencio y hoy vuelven a levantar la voz y a ocupar las calles brazo en alto. No supimos, o no quisimos, acabar con los silencios ni desmontar a tiempo sus mentiras, y hoy continuamos pagando el precio.
J.T.

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