Tras la muerte de Franco los políticos de derechas al menos eran cultos. Alfonso Osorio buscaba cada sábado libros antiguos en la madrileña Cuesta de Moyano, junto al parque del Retiro; José María de Areilza era un señor erudito y experimentado y Manuel Fraga, además de la casa donde vivía, adquirió un piso solamente para llenarlo entero de estanterías donde colocar los miles de libros que poseía. Calvo Sotelo, Abril Martorell, García Añoveros, Clavero Arévalo y otros muchos eran gentes instruidas, doctores, reconocidos profesores de universidad… Estuvieras de acuerdo con sus ideas o no, siempre aprendías algo cuando hablabas con ellos. La mayoría tenía sentido del humor, retranca y sus comparecencias parlamentarias, aunque duras, jamás fueron faltonas ni maleducadas. A Adolfo Suárez le gustaban menos los libros, leía más bien poco pero era listo. Por eso sabía rodearse de colaboradores inteligentes.
Los sucesores de aquellos políticos de Unión de Centro Democrático y Alianza Popular que gobiernan ahora el PP no están ni mucho menos a la altura de sus predecesores. No tienen gracia, ni cultura ni, en el caso de Pablo Casado, capacidad para rodearse de gente más competente que él como supo hacer Suárez en su día. La derecha española degeneró con su primer heredero, un Aznar frentista, mentiroso y mal encarado; mantuvo el partido a flote a duras penas con un Rajoy ambiguo y pasota que fue obligado a marcharse cuando la "organización" recibió la primera condena por corrupción y ahora los nietos se están encargando de destrozar lo que queda del negocio. Como nos recuerda el viejo refrán, los padres hacen dinero, los hijos se lo gastan y los nietos acaban de liquidar lo poco o mucho que queda.
Es verdad que aquella derecha de hace cuarenta y cinco años fue fundada por franquistas que, cuando murió el dictador, se mostraron dispuestos a continuar en la pomada al precio que fuera; es verdad que consiguieron mantener privilegios en sectores como los bancos, las eléctricas y demás entidades depredadoras, empresas clave estas que, sin necesidad de presentarse a las elecciones, impiden todavía a estas alturas que disfrutemos de una democracia plena y sin interferencias. Pero, a pesar de las insufribles rémoras que nos dejaron, aquellos políticos de derechas fueron civilizados y hacían gala de una educación inexistente hoy día tanto en las cabezas visibles de la derecha extrema como en las de la extrema derecha.
Puede que al PP de Casado se le siga votando como predicen las encuestas, pero esta derecha de pipiolos que ha convertido el Congreso de los Diputados en un infame patio de vecinos y ha inyectado una tensión insoportable en la vida política y ciudadana es, además, una derecha iletrada, maleducada y vocinglera.
Pérez Llorca, Herrero de Miñón o Gabriel Cisneros trataron siempre con sumo respeto al entonces comunista Jordi Solé Tura, colega constituyente, algo que Casado o Abascal nunca hicieron con Pablo Iglesias, cuya superioridad intelectual era y es evidente. El régimen del 78 nos dejó una herencia complicada de gestionar, es verdad, pero eso no justifica la deriva tosca en la que andamos metidos y que no presagia nada bueno.
El odio y la intolerancia germinan mucho mejor en la incultura y la ignorancia. En política se miente desde el inicio de los tiempos, y eso nunca puede ser aceptable. Pero si aquellos abuelos mentían, que lo hacían y mucho, sus nietos y las nuevas tecnologías han conseguido que parezcan unos aprendices frente a la capacidad de desinformación que consiguen los bulos, los fakes y demás falsedades de diseño.
No hemos mejorado con el paso del tiempo. Es verdad que en el común de la ciudadanía hay menos analfabetos, pero también menos interés por el conocimiento, por la reflexión, por la inquietud intelectual. La alarmante insolvencia con la que se expresa la mayoría de los líderes políticos tampoco ayuda mucho a mejorar las cosas.
Algo se está haciendo mal desde hace ya bastantes años y esos errores están beneficiando claramente a unas derechas a las que no les da ninguna vergüenza enturbiar la convivencia como sea: colocando en las instituciones jueces controvertidos, financiando pasquines impresos y digitales a los que algunos todavía llaman prensa, o usando su presencia en los medios para difundir tensión y mal rollo. Ruido, demasiado ruido.
J.T.
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