Parece que por fin la hibernación ha terminado y vuelve la contestación social y laboral. En la calle, como debe ser, que ya era hora. Tras dos largos años narcotizados por la pandemia y sus incertidumbres, etapa por cierto excelentemente aprovechada por las derechas para meternos más miedo en el cuerpo del que ya teníamos, parece que nos desperezamos y el mundo real vuelve a nuestras vidas.
El sector del metal en Cádiz, donde se reclaman sueldos dignos y proyecto de futuro, o el de la ganadería en Toledo, Cantabria y Galicia donde el precio al que se ven obligados a vender la leche no les permite siquiera cubrir gastos, han puesto de manifiesto larvados conflictos que vienen perjudicando, como siempre, al escalón más desprotegido. Hasta los peluqueros han decidido protestar para que les bajen el IVA del 21 al 10 por ciento.
Los salarios se han ido jibarizando y aquí no pasaba nada. Con la inflación por encima del cinco por ciento, la luz con tarifas estratosféricas y la escasez de según qué productos como coartada para el aumento de los abusos, los sueldos y las pensiones han ido perdiendo poder adquisitivo y ahí estábamos, tan panchos y tan pánfilos, o esa impresión daba, viendo pasar el tiempo como la puerta de Alcalá, quedándonos atrás mientras escuchábamos al presidente y sus ministras prometernos precisamente que “nadie se iba a quedar atrás”.
Pues no, se acabó lo que se daba. Las luchas obreras y sindicales que, aunque tarde, van calentando algo este otoño, son imprescindibles para que las promesas no se queden en palabras. No estamos nada contentos y por eso hay que manifestarlo. Durante dos años, las derechas ultramontanas han ido encabronando la convivencia, demostrando lo poco que les importan nuestros miedos y nuestros problemas, utilizados por ellos de la manera más torticera para ver cómo conseguían desgastar al Gobierno de coalición lo máximo posible.
No puede ser que la pandemia haya servido para enriquecer más aún a los más ricos, para que los beneficios de las eléctricas y los bancos sean literalmente pornográficos, para que cada vez que el sector del gobierno que se preocupa más por los problemas de la gente pone en marcha iniciativas para solucionarlos haya quienes, sentados incluso en la misma mesa del Consejo de ministros, les pongan en las ruedas todos los palos posibles para impedir esos avances. No puede ser.
La reforma laboral que propugna la ministra de Trabajo se propone entre otras cosas acabar con la temporalidad y la precariedad laboral, razones estas, entre otras muchas, que nos han colocado en la inferioridad de condiciones frente a los empresarios en que se encuentra toda persona que busca trabajo, sobre todo los más jóvenes. Esa reforma está costando mucho que salga adelante. En mi caso, llamadme escéptico si queréis, hasta que no la vea no me la creeré.
Por eso y por otras muchas razones me parece higiénico y útil que se salga a la calle para manifestar la indignación. Que lo hagan los “compañeros del metal”, los ganaderos, los peluqueros, los pensionistas, los maestros y profesores cada vez más desincentivados y peor pagados o los sanitarios a quienes, como si fueran kleenex, están echando a la calle tras haberse dejado la piel y jugado la vida durante los meses más duros de la pandemia por sueldos de miseria.
Es bueno el clamor de la calle. Es salud democrática y, si este Gobierno de coalición es realmente progresista, sabrá valorarlo e incluso agradecerlo. Si sus intenciones de cambiar a mejor la vida de la mayoría son ciertas, si de verdad aspiran a “no dejar a nadie atrás”, las protestas contribuirán a reforzar su postura frente al permanente empeño de quienes, sin presentarse jamás a unas elecciones, presionan e insisten en continuar determinando nuestros destinos.
J.T.
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