Una tertulia no puede ser una trifulca de taberna. Se supone que en ella deberían verterse opiniones que contribuyeran a formar el criterio de quienes las ve o las escucha. Enfoques o sugerencias que ayudaran al oyente o al telespectador a formarse luego su propia opinión.
¿Es esa la razón por la que existen las tertulias en los medios? Ya nos gustaría, pero la explicación es mucho más prosaica: se trata de la manera más barata de rellenar horas y horas de programación por lo que, desde que los gerentes de los medios las descubrieron, con ellas llegó la ruina.
Al menos podrían buscar especialistas, expertos en los temas que se abordan pero no, buscan “todólogos” dispuestos a discutir de lo que haga falta, tengan o no idea de lo que se va a hablar. El caso es estar a favor o en contra del tema en cuestión y, si es posible, que la discusión suba de tono. Si acaban chillándose, ¡bingo! Si alguno se propasa y llega el insulto ahí está el fariseo del moderador llamando al orden mientras se frota las manos porque sabe que en esos momentos su programa ha conseguido lo que se conoce como “un pico de audiencia”.
De ahí la reproducción por esporas de los debates de todo tipo (deportivos, del corazón, de sucesos…) en los que el tertuliano de turno se juega que lo vuelvan a llamar si no provoca, pelea o discute como se espera de él, es decir, justo lo contrario de lo que debería ser una tertulia.
Por fortuna a mí me llaman poco para acudir a tertulias, por lo que me veo en escasos compromisos, pero cuando lo hago me doy cuenta que no gusta que no siga el carril, que no entre en el juego ni diga exactamente lo que se espera que diga. No entro en enfrentamientos personales y le doy la razón al adversario (dialéctico) si creo que la tiene.
No, no valgo para ser el tertuliano que se espera de mí, pero tampoco demonizo las tertulias, porque creo que es bueno que existan aunque se empeñen en prostituirlas. Me parece nefasto que en buena parte de ellas, sobre todo las políticas, el criterio para seleccionar a los intervinientes sea tener contentos a todos los partidos y a la mayoría de medios de comunicación, como me parece de juzgado de guardia que personajes como Cayetano Martínez de Irujo o Fran Rivera anden por los platós pontificando sobre lo divino y lo humano.
Ahora llega el momento de la pregunta del millón: Mientras las tertulias existan y no hay otro medio de llegar a según qué segmentos de la población, ¿hay que participar en ellas o más vale renunciar a formar parte del juego? He ahí la cuestión, porque si tú no acudes siempre rellenarán el hueco y lo harán por lo civil o por lo militar, con lo que el riesgo de que solo queden los depositarios de un tipo de mensajes sin que nadie les replique como se merecen es cada vez más alto.
Hay otro asunto que me enerva aún más: buena parte de los tertulianos no se expresan como ellos piensan, sino como creen que se espera que piensen. No hay sorpresas, no hay contundencia, pocos se meten en charcos. Gritar si viene al caso, claro que sí, pero sustancia poca. Por lo general las cosas que se hablan suenan añejas, antiguas, nada que ver con las inquietudes de la gente joven, que son el futuro de este país, nada que ver con los intereses ni con las preocupaciones de una generación que busca abrirse camino a codazos y a quienes suena a chino la mayor parte de las cosas que se hablan en teles y radios.
Queda otra vertiente en este análisis de alcance: la pasta. ¿Es bueno que alguien se haga de profesión tertuliano y esté dispuesto a cualquier cosa porque depende de esos ingresos para vivir? Además, hace un tiempo, al menos, las tertulias estaban bien pagadas, pero cada día que pasa las tarifas son más esmirriadas y cutres.
No, no tiene mucho sentido ser tertuliano salvo para cubrir un espacio que si no lo cubres tú no lo cubre nadie. Pero, cuando se acude, hay que hacerlo para hablar de temas de los que realmente sepamos. Fuera la “todología”. Quien trate un tema ha de conocerlo bien, y no hablar un día de las elecciones en Bolivia, al siguiente del calentamiento global y al otro de la cuestión catalana o del discriminante de la ecuación de segundo grado.
No es malo nutrir de argumentos las conversaciones de los bares, pero las tertulias no pueden ser discusiones de bar.
J.T.
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