“¡Madre mía, cuanto odio hay en Twitter últimamente. Qué barbaridad!”. Este sencillo tuit, publicado el pasado 19 de mayo por el actor malagueño Antonio de la Torre, me llamó la atención porque lo reunía todo: no era un lamento; tampoco una denuncia, no era estridente pero tampoco pacato. Y además era breve, una descripción desapasionada pero contundente que invitaba a la reflexión y a interactuar.
Obtuvo más de 17.000 “me gusta”, 2.600 retuits y más de 1.200 comentarios, entre los que estaba el mío: “Algo tiene esta red, es verdad -escribí-, que el odio parece más odio y la ironía no se capta con demasiada facilidad. Y sí, cuesta bastante cribar para quedarse con lo que merece la pena”.
Rosa María Artal, por su parte, añadió en otro comentario que Twitter era “estimulante hasta que llegó la chusma que lo llenó de odio”. El problema es que el cabecilla de esta chusma es nada menos que el presidente de los Estados Unidos quien, con más de ochenta millones de seguidores, se pone el mundo por montera y suelta sapos y culebras cada día en la cuenta que está moviendo al mundo.
Había ya muchos odiadores en Twitter antes de que llegara Donald Trump, y continuará habiéndolos sin duda cuando a él no le queden ya fuerzas ni para insultar, que todo llega. Pero de momento este energúmeno, a quien ningún asesor es capaz de calmar, consigue que lo primero que hagan los periodistas cada mañana, tanto de su país como de buena parte del mundo occidental, sea consultar la cuenta @realDonaldTrump y a partir de ahí estructurar la agenda informativa del día.
En su cuenta, como en su comportamiento diario en la vida, Trump es maleducado, procaz, agresivo, petulante… “¿para qué necesito yo que me entrevisten en la televisión, ha dicho alguna vez, si mi cuenta de Twitter triplica en número de seguidores la audiencia de todos los informativos del país juntos?" Y en ella se explaya, insulta, se pasa mil pueblos, sin necesidad de community manager.
Otros líderes del mundo lo han copiado para encanallar el ambiente, meterle el miedo en el cuerpo a los sectores de su población más influenciables y sacar provecho electoral de ello. Ahí está el destrozo de Bolsonaro en Brasil, o las mentiras de Johnson y compañía que llevaron a los británicos a votar sí al Brexit, y así tantos otros.
Las utilidades de instrumentos como un cuchillo o una cuerda son muchas, pero también se puede matar con ellos. Y Twitter es eso, un instrumento que se puede utilizar bien o mal. En España estos días, como diagnostica Antonio de la Torre, el aire está cargadísimo, insufrible. Cada jornada tropiezo con mensajes de amigos y conocidos que no pueden más y se despiden de las redes. El odio en Twitter, o en Facebook y otras también, sumado al estrés del confinamiento, ha conseguido acabar con la capacidad de resistencia de mucha gente.
Por alguna extraña razón, como decía más arriba, en las redes el odio funciona como en la vida, claro y directo, pero en cambio no ocurre lo mismo con el sentido del humor. Hay que tener cuidado con la ironía o el sarcasmo, porque los dobles sentidos no siempre se captan y las agudezas no siempre se valoran cómo las concibió la persona que escribió los mensajes.
Twitter es como la plaza del barrio, donde conviven jóvenes flirteando, ancianos conversando, mujeres y hombres abrazándose o peleándose, en una esquina hay un bar donde alguien sigue un partido de fútbol, en otra alguien vendiendo algo, en otra alguien quejándose de algo... Y claro, también hay peleas, y gente tóxica. Pero como en la vida misma, puedes elegir entre participar en la discusión o apartarte de ella, entre tratar con los tóxicos o bloquearlos.
Twitter es la fiesta de la libertad de expresión, y quizás por eso hay países en los que se pone límites a su uso, o se prohíbe directamente. ¡Ay, la ley Mordaza! Por cierto, sigue vigente en España, ¿no? Un tuit es un retrato, una radiografía de tu pensamiento en un momento dado, de tu estado de ánimo, exultante unas veces, deprimido otras. Y te la juegas.
Twitter no le niega a nadie el derecho a cambiar de opinión, pero es una hemeroteca virtual. Su estigma son las cuentas anónimas, las creadas con el exclusivo fin de insultar o propagar mentiras. También en este caso, como en la vida misma, hay solución: quien se escuda en el anónimo para insultar ya se está calificando y quien cae en la trampa de responder quizás no tarde en aprender que se equivoca.
A los sinvergüenzas es mejor ignorarlos. Claro que a veces resulta difícil. ¿Cómo ignorar las astracanadas de Trump, el personaje que se pasea por el mundo siempre con el maletín nuclear al lado? ¿O las de tantos malos aprendices como le están saliendo en todo el mundo, comenzando por nuestro propio país?
J.T.
Publicado en Confidencial Andaluz
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