El asunto no es que en este confinamiento estés recuperando el contacto con familiares y amigos con los que ni siquiera te felicitabas por Navidad desde hacía ya bastantes años. El problema es que, para colmo, te llaman como si os acabarais de ver ayer y, con toda la naturalidad del mundo, lo hacen por videollamada. A traición.
Momento solemne ese en el que tienes que decidir si contestas o no. Descubres que estás en pijama, que ni siquiera te has peinado, que necesitas buscar un rincón anodino que proporcione la mínima información posible sobre el entorno en el que te mueves. Sabes que acabarán haciendo una captura de pantalla durante la conversación, foto que luego ampliarán para no perderse detalle de lo que te rodea… En resumen, una ruina en toda la dimensión de la palabra. Un coñazo.
Puede que eso de recuperar viejos afectos sea estupendo, que más vale hablarse y demostrarse cariño por si acaso llega el apocalipsis y así nos pilla a todos besados y abrazados, aunque sea virtualmente. Pero, por lo menos, que nos pille también peinados, ¿no? Porque una vez que decides contestar sabes que vas a estar a merced de la vocación de cotilla de quien llama, aunque tú también te pongas las botas observando el cuadro tan feo que tu interlocutor ha colgado en un salón pintado con pésimo gusto, o la cantidad de pelo que el pobre ha perdido desde la última vez que os visteis.
¿Y qué me dicen de las conversaciones por videollamada múltiple con la familia más cercana, que cada vez se parecen más a las cenas de Nochebuena? Una caja de bombas, porque siempre hay alguien que empieza a hablar de política y no para hasta que se acaba liando parda.
El peligro aumenta considerablemente en las reuniones de trabajo por videoconferencia, quince o veinte sujetos y sujetas viéndose al mismo tiempo en una pantalla hecha cuadritos, todos y todas más pendientes de lo que hay detrás tuyo que de lo que estás hablando. Y ya lo más es cuando teletrabajas en casa, sigues con el pijama puesto, tienes el gin tonic en primer plano y ves que te videollama el jefe, ¡tierra trágame! Tiempo muerto, camisita rápido, limpieza del decorado y devolución inmediata de la llamada: perdona, jefe que me has pillado en el baño, dime.
La videollamada está siendo también el instrumento favorito de la televisión low cost. Cuando ves los fondos que, durante estos tiempos de excepción, se buscan para aparecer en pantalla Gabilondo, Buenafuente o Évole, por ejemplo, o los tertulianos del 24 horas (por cierto, qué pasará, que ahora no salen)en Televisión Española, no puedes dejar de preguntarte si han elegido a propósito el rincón más insulso del que disponen en todo el domicilio para no dar pistas del casoplón que nos maliciamos que algunos de ellos tienen.
A los cantantes que suben videos interpretando piezas, solos o en grupo, parece que también les ha dado por jugar a austeros, porque se colocan con su guitarra y su micrófono delante de fondos a cual más cutre. ¿Es que nadie tiene una casa como las que salen en el ¡Hola!? ¿Solo Bertín Osborne y sus amigos?
¿Por qué no se maquillan un poquito, por que no se peinan, por qué no se iluminan algo mejor? ¿Por qué de pronto salir hecho un desastre en la tele queda cool? ¿Por qué en estos tiempos parece que vale todo y hasta ahora cuando acudías a un plató, aunque fuera para intervenir en una humilde tertulia, habías de pasar obligatoriamente por maquillaje para que acabaran dejándote como una puerta recién pintada?
Ni tanto, ni tan calvo, ¿no? Espero que el amor a las videollamadas de mis amistades resucitadas sea una moda pasajera. Mientras tanto, resignación: todos a hablar, viéndonos los unos a los otros las caras pálidas y desmadejadas, criticándonos los pijamas y poniéndole objeciones al color del sofá o a la distribución del mobiliario.
Es verdad que tienes la opción de devolver la llamada por audio, como toda la vida, pero acaba pareciéndote poco cortés. Y al final tragas a sabiendas de que, a buen seguro, tu desaliñada imagen quedará debidamente archivada para la posteridad mediante la correspondiente captura de pantalla por parte de tu amable interlocutor. Lo dicho: una ruina. Y termino ya, que tengo que hacer un par de videollamadas. A traición, por supuesto.
J.T.
Momento solemne ese en el que tienes que decidir si contestas o no. Descubres que estás en pijama, que ni siquiera te has peinado, que necesitas buscar un rincón anodino que proporcione la mínima información posible sobre el entorno en el que te mueves. Sabes que acabarán haciendo una captura de pantalla durante la conversación, foto que luego ampliarán para no perderse detalle de lo que te rodea… En resumen, una ruina en toda la dimensión de la palabra. Un coñazo.
Puede que eso de recuperar viejos afectos sea estupendo, que más vale hablarse y demostrarse cariño por si acaso llega el apocalipsis y así nos pilla a todos besados y abrazados, aunque sea virtualmente. Pero, por lo menos, que nos pille también peinados, ¿no? Porque una vez que decides contestar sabes que vas a estar a merced de la vocación de cotilla de quien llama, aunque tú también te pongas las botas observando el cuadro tan feo que tu interlocutor ha colgado en un salón pintado con pésimo gusto, o la cantidad de pelo que el pobre ha perdido desde la última vez que os visteis.
¿Y qué me dicen de las conversaciones por videollamada múltiple con la familia más cercana, que cada vez se parecen más a las cenas de Nochebuena? Una caja de bombas, porque siempre hay alguien que empieza a hablar de política y no para hasta que se acaba liando parda.
El peligro aumenta considerablemente en las reuniones de trabajo por videoconferencia, quince o veinte sujetos y sujetas viéndose al mismo tiempo en una pantalla hecha cuadritos, todos y todas más pendientes de lo que hay detrás tuyo que de lo que estás hablando. Y ya lo más es cuando teletrabajas en casa, sigues con el pijama puesto, tienes el gin tonic en primer plano y ves que te videollama el jefe, ¡tierra trágame! Tiempo muerto, camisita rápido, limpieza del decorado y devolución inmediata de la llamada: perdona, jefe que me has pillado en el baño, dime.
La videollamada está siendo también el instrumento favorito de la televisión low cost. Cuando ves los fondos que, durante estos tiempos de excepción, se buscan para aparecer en pantalla Gabilondo, Buenafuente o Évole, por ejemplo, o los tertulianos del 24 horas (por cierto, qué pasará, que ahora no salen)en Televisión Española, no puedes dejar de preguntarte si han elegido a propósito el rincón más insulso del que disponen en todo el domicilio para no dar pistas del casoplón que nos maliciamos que algunos de ellos tienen.
A los cantantes que suben videos interpretando piezas, solos o en grupo, parece que también les ha dado por jugar a austeros, porque se colocan con su guitarra y su micrófono delante de fondos a cual más cutre. ¿Es que nadie tiene una casa como las que salen en el ¡Hola!? ¿Solo Bertín Osborne y sus amigos?
¿Por qué no se maquillan un poquito, por que no se peinan, por qué no se iluminan algo mejor? ¿Por qué de pronto salir hecho un desastre en la tele queda cool? ¿Por qué en estos tiempos parece que vale todo y hasta ahora cuando acudías a un plató, aunque fuera para intervenir en una humilde tertulia, habías de pasar obligatoriamente por maquillaje para que acabaran dejándote como una puerta recién pintada?
Ni tanto, ni tan calvo, ¿no? Espero que el amor a las videollamadas de mis amistades resucitadas sea una moda pasajera. Mientras tanto, resignación: todos a hablar, viéndonos los unos a los otros las caras pálidas y desmadejadas, criticándonos los pijamas y poniéndole objeciones al color del sofá o a la distribución del mobiliario.
Es verdad que tienes la opción de devolver la llamada por audio, como toda la vida, pero acaba pareciéndote poco cortés. Y al final tragas a sabiendas de que, a buen seguro, tu desaliñada imagen quedará debidamente archivada para la posteridad mediante la correspondiente captura de pantalla por parte de tu amable interlocutor. Lo dicho: una ruina. Y termino ya, que tengo que hacer un par de videollamadas. A traición, por supuesto.
J.T.
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