“Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombre de verdad; también a sus mujeres: esto es totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres de verdad y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen. Vayan las mujeres de los rojos preparando sus mantones de luto. Estamos decididos a aplicar la ley con firmeza inexorable: ¡Morón, Utrera, Puente Genil, Castro del Río, id preparando sepulturas! Yo os autorizo a matar como a un perro a cualquiera que se atreva a ejercer coacción ante vosotros; que si lo hiciereis así, quedaréis exentos de toda responsabilidad”.
Los restos mortales de quien ladraba este tipo de soflamas desde los micrófonos de Radio Sevilla durante el verano de 1936 continúan enterrados en la basílica de la Macarena, nada más entrar a la izquierda y, según cuenta en este periódico mi compañero Raúl Bocanegra, ahí seguirán de momento porque este jueves, en el Parlamento andaluz, Vox, PP y Ciudadanos votaron en contra de su exhumación.
Rechazaron una propuesta de Adelante Andalucía en la que se instaba a la Junta a sacar cuanto antes de ahí los huesos de quien, para empezar a hablar, mandó fusilar a centenares de miembros de esa misma cofradía, una de las más punteras de Sevilla. En esta ciudad, pertenecer a una cofradía -más de sesenta distintas salen a la calle en Semana Santa- es un hecho social, una pasión que en muchos casos nada tiene que ver con la fe o la práctica religiosa.
El golpista Gonzalo Queipo de Llano sembró el terror en buena parte de Andalucía durante aquel trágico verano en el que liquidó sin contemplaciones a todo el que había tenido algún tipo de predicamento en el mundo político y social de la región durante la República. Abogados, médicos, arquitectos, filósofos, profesores, notarios –entre ellos Blas Infante- fueron fusilados por las tropas bajo su mando.
Mientras Mola arruinaba Pamplona, Saliquet acababa con la esperanzas de los vallisoletanos y un tal Francisco Franco cruzaba el charco camino de su investidura en Burgos como jefe de Estado, Queipo convertía Sevilla en un reguero de cadáveres. Cada jornada, cuando terminaba de aterrar por la radio a los que quedaban vivos, abandonaba el palacio de la Gavidia y regresaba al hotel Simón, donde se hospedaba; reponía fuerzas y al día siguiente continuaba con la masacre.
Al finalizar la guerra civil Queipo de Llano regó las barriadas sevillanas de nuevas cofradías con la misma fruición con que antes las había empapado de sangre. A la del barrio del Porvenir la llamó “Virgen de la Paz”, y a una de sus imágenes la bautizó como el Cristo de “la Victoria”, para más recochineo. Entre Triana y el Tardón fundó la hermandad de “San Gonzalo”, para su propio autobombo, y una vez satisfecha su vanidad le tocó el turno a su mujer, Genoveva Martí; en el distrito del Tiro de Línea promovió la creación de una cofradía más a la que llamaría “Santa Genoveva”. Desde entonces y hasta hoy, miles de nazarenos de Santa Genoveva y San Gonzalo abarrotan y colapsan las calles sevillanas durante las largas tardes de lunes santo. La Paz es la primera de todas en salir en procesión: el domingo de Ramos, a la una de la tarde.
El sátrapa murió en 1951, doce años después de finalizar la guerra civil, y desde entonces está en La Macarena. En 2008 decidieron maquillar la lápida, y donde ponía “excelentísimo teniente general” ahora puede leerse “hermano mayor honorífico”. La fecha de la rebelión, que también figuró en la losa durante los cincuenta y ocho años que tuvieron que pasar hasta que se atrevieron a retocar la inscripción, fue hábilmente cubierta con el escudo de la cofradía. Un timidísimo parche, tras mucho tiempo de debate, que dejaba sin resolver el asunto fundamental: ¿hasta cuándo continuarán en la Macarena los restos de Gonzalo Queipo de Llano?
Además de votar en contra de la exhumación de los restos del golpista, Vox, PP y Ciudadanos tumbaron también este jueves en el Parlamento de Andalucía la elaboración de un nuevo protocolo de exhumaciones y el desarrollo del régimen sancionador de la Ley de Memoria, donde se contemplaba la posibilidad de aumentar un quince por ciento la partida para las políticas de memoria en el presupuesto de 2020.
Igual lo que habría que hacer, como siempre ha defendido mi amigo Cecilio Gordillo, es desentenderse de todo esto de una vez, y punto. ¿No se trata de un asunto entre católicos y la familia del asesino? Pues que lo arreglen entre ellos, ¿no?
J.T.
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