lunes, 29 de abril de 2013

Historias tristes de la valla de Melilla


Sus ojos eran verdes y su sangre muy rojo chillón. Maneras de mirar como la suya, educadamente desafiantes, no se olvidan fácilmente. Hamed tenía 24 años, venía de Costa de Marfil y en el CETI (Centro de Estancia Temporal de Inmigrantes) de Melilla estaban curándole las muchas heridas que trufaban su cuerpo color chocolate. Se las había ganado mientras conseguía superar los obstáculos de la doble valla que separa Marruecos de la ciudad autónoma. Un compañero murió en el intento y a los que capturaron los metieron en autobuses y los dejaron en la frontera argelina, en pleno desierto. 

Como le sucedía a todos los que habían conseguido entrar ese día en Melilla y que ahora estaban siendo atendidos en el CETI, el anonimato de Hamed era su salvoconducto. Sin documentación ni identidad, no podían deportarlo, pero aún así me hizo creer que confiaba en mí. Me contó que había llegado desde su país unos siete meses antes, a comienzos del año 2005, hasta el  Gurugú y desde aquel monte marroquí, con cientos de esperanzados seres humanos que tenían los mismos objetivos que él, oteaba Melilla cada atardecer igual que Moisés, miles de años antes desde el monte Nebot, dirigía su mirada hacia aquella Tierra Prometida que nunca conseguiría pisar. Pero Hamed sí. A costa de su sangre muy rojo chillón, pero lo consiguió.

Apenas un año antes había concluido en Abidjan sus estudios de perito mercantil, condición previa e indispensable para que su padre le permitiera después hacer lo que quisiera con su vida. Y lo que quiso hacer fue coger el hatillo, su determinación y su vehemencia y poner toda su energía al servicio de la búsqueda de su particular tierra prometida. Porque Hamed era musculoso, fibroso, proporcionado... superviviente.

- Hasta aquí llegamos solo los más fuertes, me dijo. Muchos deciden abandonar a mitad del camino porque enferman o porque no resisten los contratiempos del día a día, que son muchos. 

Esa vez, incluso habiendo llegado uno de ellos encontró la muerte a diez  metros escasos de su sueño. 
Durante aquellos días del verano de 2005 en los que estuve en Melilla cubriendo la información para CNN+, fui a ver a Hamed al CETI varias veces, a pesar del empeño que los responsables del centro ponían en evitarlo. Hablé bastante con él mientras se iba recuperando, y también con otros compañeros suyos de esa aventura que unos habían comenzado en Guinea Ecuatorial y otros en Malí, Camerún o Senegal.

Siete años y medio después de aquello, con las leyes mucho más endurecidas que entonces y la economía española prácticamente en bancarrrota, compatriotas suyos siguen jugándose la vida para pasar a este lado de África convencidos de que, puestos a elegir incertidumbres, continúan prefiriendo las nuestras. Les da igual que en las oficinas del paro de Melilla haya inscritas 10.500 personas, el 31, 76% de la población activa. O que en Andalucía, el trozo de tierra de presunta promisión que tienen más cerca cuando cruzan el charco, ese porcentaje llegue hasta el 36,87%, lo que significa 1.473.700 personas viendo a ver qué puñetas hacen con su vida.

Pude seguirle la pista a Hamed hasta que en El Ejido consiguió una bicicleta, un chaleco reflectante y un jornal de 50 escasos euros el día que encontraba trabajo en algún invernadero. Ahí, muy a mi pesar, dejé de saber de él. Deseo sinceramente que haya prosperado y que no se encuentre entre los más de doscientos mil extranjeros que, según las estadísticas y visto lo visto, han recogido sus bártulos y se han marchado de nuestro país con la música a otra parte.

Tanto si ha prosperado como si no, me atrevo a pensar que lo que ahora le diría Hamed a quienes saltaron la valla el pasado jueves y descansan en el CETI tras haber sido protegidos por Mustafa Aberchan, el médico musulmán líder del partido Coalición por Melilla que el verano de 1999 fue efímero y polémico presidente de la Ciudad... lo que Hamed diría a sus compatriotas, con su educada pero desafiante mirada verde y sus cicatrices ya endurecidas, yo creo que sería esto:

- Amigos, nos vendieron una moto infumable. Aquí no solo no atan los perros con longaniza sino que, de seguir las cosas como van, igual pronto lo que no quedan son ni perros.

J.T.

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