miércoles, 6 de marzo de 2013

¿Por qué los poderosos se resisten a dejar la poltrona?


La patética y oscurantista agonía y muerte de Hugo Chávez, y la poco alentadora reelección de Raúl Castro a los 82 años son casos que vienen a sumarse a la enorme retahíla de sátrapas que, a lo largo de la historia, se apalancan en el poder y se aferran a él dispuestos a morir con las botas puestas.

¡Qué difícil parece conseguir que un poderoso decida decir adiós si cuenta con alguna posibilidad de evitarlo! ¡Qué complicado resulta que quienes le rodean, quienes han prosperado con mejores o peores artes a la vera del poderoso asuman que sus privilegios tienen fecha de caducidad!

Las democracias corrigen pero no yugulan esa tendencia natural de los poderosos a no levantarse del sillón. Que se trate del sistema menos malo descubierto hasta ahora no nos libra tampoco de la perversión que encierra. Una vez en el poder, quien consigue llegar a él dedica buena parte de sus horas a maquinar para permanecer  mandando el máximo tiempo posible. Se teje así una madeja de intereses, una red clientelista que, a medida que transcurre el tiempo hace más difícil y más necesario un higiénico relevo. 

Por eso cuando no existe la limitación de mandatos, cuando no se corrige a tiempo esa tendencia, nos encontramos en todo tipo de instituciones líderes pertinaces con vocación de eternos y aparatos de poder a su alrededor dispuestos a matar con tal de no perder privilegios, con tal de no dejar ningún hueco de influencia sin rellenar ni poltrona alguna sin ocupar.

En muchos casos se trata de gente, en su día joven y honesta, que fue olvidando sus ideales a medida que las mieles del poder les iban haciendo perder la perspectiva. En otros casos se trata directamente de descarados desaprensivos. Incluso de criminales, como la historia se encarga de enseñarnos. Si pueden continuar en el carro, no se bajarán nunca de él.  Se irán haciendo viejos, ganarán peso, el poco pelo que les quede se les irá poniendo blanco y si cayeron en la tentación de hacer fortuna, se aferrarán con uñas y dientes a la continuidad como la mejor manera de evitar que acaben saliendo a la luz chanchullos, desmanes y corrupciones varias.

Mi querida amiga Nieves Concostrina nos recordaba el otro día en "La Ventana" de la Ser cómo a Rodrigo Calderón, enriquecido al abrigo del duque de Lerma, valido corrupto de Felipe III, le faltó tiempo para decir cuando supo que el rey había muerto: "Muerto soy yo también". Lerma se salvó porque se metió a cardenal y eso significaba entonces -no sé si ahora también- un seguro de vida. Pero a Calderón, como él mismo previó, lo ejecutaron públicamente en octubre de 1621 en la Plaza Mayor de Madrid.

Pues eso.

J.T.

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