sábado, 14 de noviembre de 2015

París. Me siento un fracasado

Yo quería dejarle otro mundo a mis hijas. Tengo el privilegio de haber crecido y empezado a envejecer en una zona de confort. Nací ocho años después de que finalizara la segunda guerra mundial y conocí la escasez de la posguerra civil española, pero nunca pasé hambre. Miedo sí que pasé, pero a la policía y a la guardia civil franquistas porque trataban a los ciudadanos como súbditos sospechosos.

Nunca estuve conforme, desde que adquirí conciencia del mundo en que vivía, de cómo funcionaban las cosas. La educación era mala, la sanidad era mala, la conciencia social escasa y la inseguridad con respecto al futuro, mucha.

Siempre me propuse trabajar, y luchar, para dejarle a mis descendientes un mundo mejor que en el que yo crecí, pero he fracasado. No solo no he sabido mejorarlo sino que he participado en convocatorias electorales cuyos ganadores, que me representaban aunque yo no los hubiera votado, se han dedicado a liarla parda y nos han dejado esto hecho unos zorros. Todo va cada vez peor desde la foto de las Azores.

Irak no estaba tan lejos por mucho que aquí, instalados en un presunto bienestar ficticio y efímero, hubiéramos visto tan distantes, durante décadas, los conflictos armados de otros continentes y la hambruna que ha matado a tantos millones de seres humanos durante las últimas décadas. Era como un recreo prolongado, un limbo, un espejismo con fecha de caducidad. Lo sospechábamos pero vivíamos de espaldas. Nos hemos equivocado, hemos fracasado.

Queríamos lo mejor para nuestros hijos pero ahora nos damos cuenta que quizás habíamos dejado de lado un pequeño detalle: un futuro mejor no se puede concebir solo para unos cuantos, no se puede construir un mundo mejor sin acabar antes con la desigualdad y la injusticia en todas partes. No se arregla nada derramando lágrimas de cocodrilo cuando nos informan de las escandalosas cifras de la miseria en el mundo ni con minutos de silencio selectivos cuando ocurre una catástrofe como la de este viernes en París y el mundo se petrifica.

Minutos de silencio selectivos, sí, porque a menos que yo no me haya enterado, nadie los ha convocado por los 49 muertos y 239 heridos víctimas del atentado que sacudió esa misma mañana un feudo del grupo chií Hizbulá en el sur de Beirut. Ni tampoco para honrar a las 224 pasajeros del avión ruso de Kogalymavia que hace solo dos semanas reventó cuando sobrevolaba la península del Sinaí.

Yo quería lo mejor para mis hijas. Creía haber trabajado en el camino correcto para conseguirlo, pero he fracasado. He fracasado porque ellas viven más preocupadas por su futuro de lo que yo nunca estuve por el mío y porque pienso que algo no les he debido saber contar suficientemente bien. Anoche hablé con las dos, una reside en Liverpool y otra en Berlín, y me limité a compartir con ellas la pena, el desconcierto y la estupefacción por las dimensiones de una catástrofe tras la que, hasta el mismísimo papa Francisco, entiende que lo que estamos viviendo es una tercera guerra mundial en cuotas.

No sé qué decirles. No sé cómo contestar a las preguntas que, cuando volvamos a hablar hoy, seguro tienen pendiente hacerme. Solo sé que creí estar haciendo todo lo posible para que fueran libres y vivieran sin miedo. Mucho me temo que he  fracasado.

J.T.

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