Algún día, más pronto que tarde, espero, todo este sinsentido se tiene que acabar. Tendría que llegar el momento en que, para ocupar puestos de relevancia pública o social fuera obligatorio superar un test de calidad moral y nivel cultural. Y aquí incluyo, además de a los políticos, a todas aquellas personas (periodistas, tertulianos, juristas y expertos varios) que cuentan con algún tipo de relevancia social o proyección mediática.
Llevan ya demasiado tiempo pasándose de frenada. Cuando el otro día Pablo Casado criticó los cambios ministeriales recurriendo a un dudoso juego de palabras a propósito del término digital y los nombramientos a dedo, o cuando el “portavox” del partido ultraderechista llamó sicópata al presidente del gobierno con todo el desahogo del mundo, no hacían sino evidenciar la necesidad que tienen de andar elevando el listón de los desafueros cada día que pasa, de que la barbaridad que sueltan hoy sea más grande que la de ayer pero menos que la de mañana.
Hay quien piensa que se trata de tácticas perfectamente estudiadas por los “spin doctors” y los “community managers” para marcar lo que se suele denominar “el relato”, pero yo estoy cada vez más convencido que se trata sencillamente de una peligrosa mezcla entre la ignorancia y la sensación de impunidad. Como si sus referentes fueran los rifirrafes de los programas de Telecinco donde se tiran horas poniéndose de vuelta y media los unos a los otros. O los dislates del hortera de Trump, posiblemente su mentor.
Esta dinámica del insulto por sistema conlleva además un peligro adicional: el riesgo de que quienes se resisten a entrar en el juego acaben finalmente cayendo también en la tentación, convirtiendo así el debate político y los foros donde este tiene lugar en insoportables y vergonzosos avisperos.
Los insultos de Vox, los exabruptos de Casado y las vulgaridades de Díaz Ayuso nos han metido de lleno en un trumpismo del que resulta urgente salir. Por salud democrática y por necesidad síquica. Es duro vivir en permanente estado de crispación cuando no se tiene además necesidad alguna de ello.
Alguien (o “álguienes”) parece empeñado en que vivamos amargados, ya desde buena mañana con los periódicos mintiendo y las radios vomitando odio, más tarde los informativos de televisión reproduciendo gritos, insultos y bulos como si los pagaran a tanto la pieza… Parece como si quisieran tenernos siempre con el alma en vilo.
Pero el país real es otra cosa, tanto por el sentido de la responsabilidad demostrado por la mayor parte de la ciudadanía durante la pandemia, como por la profesionalidad y dedicación de todos aquellos profesionales considerados “esenciales” que se limitan a centrarse en lo que tienen que hacer manteniéndose así al margen de trifulcas, malos rollos, bulos, fakes y falsos debates. Su comportamiento durante la peor época de la pandemia ha sido toda una lección, como lo sigue siendo la manera en que se está desarrollando el proceso de vacunación.
Estoy seguro que los políticos saben comportarse mucho mejor de lo que lo hacen. Estoy seguro también que llegará el momento en que los medios se harán eco de sus aciertos y desatinos con mayor competencia profesional. ¿O es mucho soñar?
J.T.
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