viernes, 22 de febrero de 2019

¿Tiene futuro el periodismo? (*)


El diez de febrero de 2019 fue un mal día para el periodismo. Aquella mañana en la madrileña plaza de Colón, cuando Albert Castillón, María Claver y Carlos Cuesta salieron al estrado para leer un manifiesto contra el gobierno en la fracasada concentración de PP, Ciudadanos y Vox, el oficio periodístico sumó una vergüenza más en la ya larga retahíla de actuaciones bochornosas que presuntos profesionales de la información vienen consumando desde hace demasiado tiempo.

¿Qué hacían tres periodistas poniéndole cara a un texto con rabioso sesgo ideológico? Hace mucho tiempo que vamos a peor, pero ahora que está de moda hablar de líneas rojas, aquello fue una línea roja que nunca se debió traspasar. Las transgresiones empezaron con las tertulias: un tertuliano no puede ser un todólogo; el periodista debe acudir a debatir cuando es especialista en el tema del que se está tratando, pero no por sistema. Mucho menos cuando el informador en cuestión olvida la esencia de su oficio, que es informar, y se convierte en opinador todoterreno adoptando una postura del todo previsible, como ocurre con Francisco Marhuenda o Eduardo Inda.

Me parecen perversas las tertulias de periodistas divididos en dos bandos. Nos hemos acostumbrado a considerar normal lo que no lo es. Porque una cosa es ayudar a complementar informaciones, orientar a quien escucha para que conforme su propia opinión, y otra convertir los platós en sede de sonrojantes peleas de vocingleros que gritan, insultan y se descalifican sin parar los unos a los otros. De estos polvos acaban llegando lodos como en los que, a mi juicio, Claver, Cuesta y Castillón se metieron el diez de febrero cuando se prestaron a intervenir el acto de la plaza de Colón.

Una intervención, además, con “inexactitudes” y falta de rigor, como alguno de los partidos convocantes se vio obligado a reconocer al día siguiente. En estos tiempos convulsos que vivimos en nuestro país, el papel del informador tendría que ser más exquisito que nunca. Los periodistas, no me cansaré de decirlo, somos testigos privilegiados de acontecimientos que presenciamos en nombre de aquellos para quienes escribimos o hablamos. Tenemos acceso a los protagonistas, a quienes preguntamos y escuchamos, y eso nos convierte en notarios con la obligación de trasladar a los ciudadanos para quienes trabajamos aquello que oímos y vemos con la mayor fidelidad posible.

Y eso hay que hacerlo con honestidad. No es de recibo utilizar las portadas de los periódicos como pasquines, ni los programas de radio como proyectiles. No es verdad que el espectáculo exija la trifulca; no nos podemos dedicar a insultar la inteligencia del espectador manipulando lo que le contamos y ocultando lo que no nos interesa que conozcan. A la larga, eso pasa siempre factura. El oficio periodístico está por los suelos porque lo hemos encanallado temiendo a las personas que nos dan empleo y nos dirigen, que a su vez temen a quienes les pagan a ellos, los dueños de los medios, quienes por lo general solo creen en los periódicos, las radios o las televisiones como instrumentos de manipulación ¿Como salir al paso de esta dinámica perversa? Quizás la solución sea plantarse, no tenerle miedo a perder un contrato de miseria, porque la mayor parte de los contratos suelen ser de miseria, ya que cada año las facultades vomitan miles de licenciados que abaratarán sin remedio la carne de periodista.

Hay que parar este encanallamiento, hay que parar una deriva que comenzó cierto verano a comienzos de los noventa, cuando una serie de profesionales del periodismo cabreados con el gobierno socialista de entonces decidieron fundar en Marbella la Asociación Española de Periodistas Independientes (AEPI). Aquel grupo acabó siendo conocido como el Sindicato del Crimen y, entre otros, estaban Federico Jiménez Losantos, Pedro J. Ramírez, Luis María Anson, Antonio Herrero, José Luis Balbín, Martín Prieto, Pablo Sebastián, José María García, Francisco Umbral o Manuel Martín Ferrand. Allí empezó todo, porque se trataba de profesionales que no conseguían tener el nivel de influencia al que aspiraban y se dispusieron a convertir sus tribunas en focos de activismo sin cuartel.

Viene de lejos, pues, la época de las transgresiones, que consiguen convertir en admisible comportamientos y actuaciones profesionales que nunca se deberían tolerar, claramente denunciables ante un tribunal ético que el periodismo está necesitando con urgencia sin que las asociaciones de la prensa ni los colegios profesionales parezcan tener mucha prisa en promoverlo. En momentos como éste, lo que toca es remangarse y no rendirse. A quienes, como es mi caso, defienden que el periodismo tiene futuro y puede recuperar su dignidad me permito ofrecerles un decálogo que difundí tiempo atrás, que mantiene plena vigencia. Son diez razones para no abandonar el oficio:
1. Es lo que quieren, luego no.
2. Lo complicado es más interesante.
3. Es el mejor oficio del mundo sí o sí.
4. En ningún otro trabajo pagan de manera más miserable ¡pero pagan por lo que te gusta hacer!
5. Ser testigo de lo que ocurre es un privilegio.
6. Actúa como freno a la impunidad de los poderosos, a pesar de todo.
7. Dado que peor ya no nos puede ir, esto tendrá que mejorar algún día.
8. Para no darle el gusto a quienes esperan que nos rindamos más pronto que tarde.
9. Porque sólo permaneciendo se puede pelear para que las cosas cambien alguna vez.
10. Porque huir es de cobardes.

(*) Publicado en el blog "La unidad de la izquierda", de Ramón Triviño, el 22.02.19.

J.T. 

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