martes, 6 de febrero de 2018

Sobremesas, deporte de riesgo


Cada día que pasa le temo más a las reuniones de sobremesa. Lo mejor que te puede pasar si decides abrir la boca en ellas es que termines con la impresión de haber perdido el tiempo. La otra opción es acabar discutiendo acaloradamente con tus contertulios, ya sean familia, amigos de toda la vida o meros conocidos circunstanciales. Tanto en Andalucía, como en Cataluña o Madrid, poner sobre la mesa el asunto catalán es apostar por el mal rollo.

No hay voluntad de ponernos de acuerdo, cada cual hemos decidido cuál es nuestra posición y parece que no estamos dispuestos a bajarnos del burro. Por narices hay que llevar colgada una etiqueta. O te la cuelgas, o te la cuelgan. O estás a favor o estás en contra. Y si te niegas a entrar en el juego, te endosan el cartel de la tercera vía: eres equidistante.

Si en una tertulia entre progres madrileños se te ocurre defender que los nacionalismos son de derechas, muchos torcerán el gesto y te replicarán que cómo se te ocurre, que cómo puedes decir eso de las gentes de ERC. Si la cháchara transcurre en Andalucía, perderás el tiempo cada vez que intentes recordar que generalizar a la hora de demonizar a los catalanes es olvidarse de la mitad de ellos. Y si la sobremesa es en Cataluña, digas lo que digas acaba pillándote el toro. Los que apuestan por llegar hasta el final, porque ya no quieren otra cosa que no sea ganar a cualquier precio y los que no son soberanistas porque se cabrean contigo si se te ocurre ser mínimamente ecuánime.

Me muevo en los tres ambientes con asiduidad y antes yo era feliz. Me reía en los tres sitios, discutíamos, claro que sí, nos llamábamos de todo si era necesario y luego pelillos a la mar. El motivo del debate podía ser el fútbol, Podemos, Trump, el Brexit o incluso el procès, pero al acabar nos despedíamos con ganas de vernos de nuevo para volver a divertirnos peleándonos entre cervezas y/o cubatas.

Ahora no. Ahora cada vez que salgo de una casa tengo menos ganas de volver, cada vez que al acabar una reunión social estrecho la mano de un conocido circunstancial deseo secretamente que pase mucho tiempo antes de tener que volver a hacerlo. Intento espaciar las comidas regulares que mantengo con los amigos de siempre porque me da mucha pereza, mucha, saber de antemano que cuando llegue el instante del monotema, no te permitirán mantenerte callado y que apenas hables, habrá alguien dispuesto a saltarte a la yugular digas lo que digas.

Reclamo el derecho a reírme, a sentirme libre cuando hablo y a no tenerle miedo a lo que digo. No hay nada que me haga más feliz que andar por el mundo con la guardia baja, decir tonterías, gastar bromas pesadas a mi gente querida y padecer las suyas, disfrutar de la vida en definitiva. Pero hay amigos del alma a cuyas casas, cuando acudo ahora a cenar, lo hago ya como oveja que llevan al matadero. En Andalucía, en Madrid o en Cataluña. Son mis amigos, no tengo otros, ¿qué hago? Es mi familia, no tengo otra, ¿qué hago?

J.T.

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