Me cuesta mucho reconocer en mis amigos catalanes favorables al soberanismo a aquellas personas con las que fui feliz durante tantos años cuando podíamos hablar y discutir de cualquier cosa sin que ninguna discrepancia pusiera jamás en peligro nuestros afectos.
De un tiempo a esta parte mis conversaciones con ellos, aunque continuemos disfrutando de sofisticados gintonics cuando nos vemos, o de rebuscados platos regados con prestigioso vino catalán, por supuesto, ya no son lo que eran. Si escogemos hablar de literatura, música, fútbol o política internacional, todo va bien por mucho que nuestros puntos de vista no coincidan en absoluto pero ay, amigo, cómo cambia la cosa cuando llegamos a la cosa, la gran cosa, esa única cosa que parece existir en el mundo desde hace ya tantos meses, ¿o son años? Cuando la conversación desemboca en el dichoso asunto, la tal cosa nos engulle sin miramientos y la atmósfera empieza a enrarecerse hasta que el aire se hace irrespirable porque todo se transmuta, todo se agría, todo se jode sin remedio.
Ahora me critican mis artículos, me llaman equidistante, me instan a tomar partido entre los buenos y los malos y a mí me cuesta reconocerlos en tal deriva. Hay que elegir, Juan, o ellos o nosotros, llegó a decirme mi amigo M. el otro día. Y yo, claro, me asusto, porque esto hace tiempo que dejó de ser una broma, aunque fuera de Catalunya muchos hasta ahora no se hayan acabado de caer del guindo, y me asusto sobre todo cuando verifico que quienes han llegado a tal punto son amigos míos queridos, no gente ajena ni lejana.
Me asustan ellos y me asustan también aquellos otros colegas y familiares catalanes que se sitúan al otro lado del tablero. La lluvia de mensajes de guasap que recibo estos días, tanto de unos como de otros transpiran frentismo, agresividad, rencor. Histeria. Se acusan entre ellos de las mayores atrocidades, y se insultan y amenazan como nunca imaginé que lo harían gentes que conforman un pueblo cuya manera de entender la vida me fascinó hace ya muchos años hasta el punto de llegar a enamorarme, pero que a día de hoy me mantiene confuso y desconcertado.
Ahora solo quiero ganar, Juan, lo demás no importa, me decía el otro día mi amigo O. de Girona, incondicional del procés desde hace cuatro años y activista entregado a la causa desde entonces en cuerpo y alma. Tenemos que derrotar a los golpistas como sea, me comentaba al día siguiente J.M., de Cornellà. ¿Que hay que apoyar a Arrimadas? Pues se le apoya, remataba este miembro del psc de toda la vida.
Y cuando les preguntas qué van hacer con la victoria, cómo van a gestionar los resultados, ahí empiezan ya a estrellarse los talentos tanto en un lado como en otro. Están partidos por la mitad y se niegan a pensar, o a decir lo que tienen pensado, para más allá del día veintiuno, fecha de la convocatoria electoral autonómica. A muchos todo esto les parece una ópera bufa, pero a mí empieza a parecerme una tragedia que no me pienso tomar a la ligera.
Las muchas barbaridades aparecidas en twitter en estas últimas semanas son un pésimo síntoma, un aviso de que cualquier chispa podría acabar provocando un incendio de complicado control. Ya sé que suena alarmista y lo lamento, pero la historia está llena de ejemplos sobre la delgada línea que a veces separa a quienes muy bien pueden estar un día en el bar contándose chistes entre caña y caña, y a la jornada siguiente matándose entre ellos sin compasión alguna. “La Vaquilla”, de Berlanga y las parodias de Gila: oiga, ¿es el enemigo, podríais retrasar la guerra unos días, que tenemos que votar? ¡Ah! ¿que vosotros también votáis? ¿y eso por qué?
J.T.
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