lunes, 12 de octubre de 2015

Los peligros de halagar la vanidad

Hacer la pelota sin límites. En esta frase creo que pueden resumirse todos los libros de autoayuda que en el mundo han sido. Haz la pelota y te sonreirán; haz la pelota y allanarás tu camino; haz la pelota, en resumen, y tendrás menos problemas en la vida. Paulo Coelho y demás vendemotos de parecido perfil deben buena parte de su fama y su dinero a la capacidad para convencer a tanto pardillo inseguro como anda suelto por el mundo de que el éxito en la vida consiste en decirle al personal solo lo que quiere oír.

Coelho, Bucay y compañía se olvidan de un pequeño detalle cuando predican este tipo de cosas que ellos saben de sobra que son mentira: se olvidan de que, por lo general, las relaciones humanas al ser relaciones de poder, solo obligan a ser simpático al que está en desventaja. El poderoso se puede permitir ser soberbio, maleducado y hasta maltratador. Pero el desheredado, si quiere prosperar en la vida, ha de aplicar de manera permanente todas las técnicas de seducción que estén a su alcance: flores, bombones, genuflexiones, halagos... y la más importante, el silencio antes que la metedura de pata.

Ojo, no se me confunda, no estoy queriendo hacer aquí una defensa de los antipáticos, los malafollás o los malencarados. Pero sí quiero reivindicar la dignidad como método de funcionamiento en la vida en lugar del arrastre permanente, conducta ésta última que a tantos produce tantos y tan suculentos dividendos. Hay arrastrados que prosperan, claro que sí, pero si estamos dispuestos a pagar el precio, lo suyo es ser capaces de mantenernos fieles a nosotros mismos, a nuestra manera de ser y de pensar. Esa cualidad tan escasa llamada coherencia.

Mal tiene el poderoso delegar o elegir sucesor si no sabe rodearse de gente íntegra en lugar de lameculos que le hagan la ola y le rían las gracias. Parte de los males de este país provienen de aquel momento en que Aznar, en lugar de someter su relevo a una elección democrática, decidió ser él mismo quien designara sucesor: solo tenía a su alrededor corruptos y pelotas y eligió a un pelotas pero, como está escrito en todos los manuales de historia desde que el mundo es mundo el pelota, apenas consiguió cortar el cordón umbilical que le unía a su mentor, le salió rana: incompetente, inculto... y traidor. Supo halagar la vanidad del líder hasta que éste cayó en la trampa y doce años después aún lo tiene ladrando su rencor por las esquinas y lamentando haber caído en las redes del gallego adulador, tan hábilmente tejidas de peloteo y vergonzosa sumisión.

Los libros de autoestima fomentan el peloteo y eso es directamente denunciable, sobre todo porque en esos manuales para desorientados se suelen callar la segunda parte: los pelotas son siempre los más peligrosos. Quien cuenta con la vanidad de los demás como instrumento de trabajo, a la hora de gestionar pensará que todos son como él. Y eso es lo peor que le puede ocurrir a alguien con poder: acabará llevando al desastre a sus administrados sin remedio. Mariano Rajoy es el paradigma del pelota peligroso, y hemos tenido la mala suerte de que nos toque sufrirlo en nuestras carnes cuatro largos años ya.

No, Paulo Coelho, Jorge Bucay, Eduardo Punset y compañía, no. Al lado de los poderosos no es bueno que sobrevivan los pelotas, sino la gente honesta y decente. Aunque sonrían menos y no halaguen vanidades, pero digan a los jefes lo que estos no quieren oír. Quien dice al jefe lo que no quiere oír pone la primer piedra para unas relaciones de lealtad. A menos que tropiece con la vanidad. Con esa vanidad que los malditos libros de autoestima se empeñan en que hay que procurar halagar.

J.T.

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