domingo, 26 de febrero de 2017

Las plaquitas de cobre de Berlín

Camino del supermercado me las encuentro en la calle Acker. O en Brunnenstrasse, cuando voy a la biblioteca. Salgo a pasear por Torstrasse, Rosenthaler… y apenas me despisto, ya he pisado alguna. No puedo evitar estremecerme cada vez que sucede.

Resulta difícil caminar por Berlín y no encontrarte con alguna de ellas con espantosa frecuencia: su tamaño apenas supera el de un miniadoquín y en la inscripción se recuerda un nombre, una fecha y un lugar que indica el campo de concentración en el que fue exterminado quien residía justo en el edificio a cuya entrada se encuentran estas plaquitas de cobre.

Miras la fachada de la casa, la puerta, y te imaginas a quienes vivían ahí saliendo para nunca más volver, para ser gaseados en los campos de exterminio. Reconozco que quienes residen en Berlín de manera permanente debe hacer ya tiempo que se habituaron a pisarlas sin conmoverse. Pero yo evito, si puedo, poner el pie encima.

Desde mi rol de ciudadano berlinés ocasional que lleva varios meses viviendo en un apartamento del Este, me cuesta mucho trabajo habituarme a pasear sin más por las calles de esta ciudad trufada de plaquitas de cobre. Por lo general, es algo que no aparece en esas guías turísticas que sí te hablan de
la sinagoga, el museo judío o el monumento de losas de hormigón que Peter Eisenman y Buro Happold construyeron hace quince años no lejos de la puerta de Brandenburgo. Pero hay más de cinco mil “stolpersteine” (piedras-obstáculo) diseminadas por todos los barrios de Berlín, Mitte, Kreuzberg, Neukölln…. Cuarenta y cinco mil por toda Alemania, producto de una iniciativa del artista alemán Gunter Demning que crece cada día.

También evito pisar el cristal que me encuentro cuando paseo por la Bebelplatz y disfruto de los impresionantes edificios que la rodean. Entre adoquines, descubro de pronto ese cristal de un metro cuadrado que muestra debajo una habitación
cubierta de blancas estanterías vacías, decenas de baldas desiertas, sin un solo volumen encuadernado, sin una sola obra impresa. Así ha decidido el Berlín de hoy recordar la quema de libros que tuvo lugar aquí mismo el 10 de mayo de 1933, la llamada Noche de la vergüenza.

Entre adoquín y adoquín de estas calles berlinesas no puedo evitar pensar en tantos españoles como murieron en cunetas o paredones y a los que todavía les debemos aunque sea una diminuta plaquita a la puerta de su casa.

 J.T.

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