Lo primero que tiene que hacer Núñez Feijóo sin pérdida de tiempo es marcar claras distancias con todas esas organizaciones ultraderechistas que atestan los juzgados de casos puestos en marcha con recortes de periódico (Manos limpias, Hazte oír o Abogados cristianos). Después, estaría bien que el Partido Popular dejara de meter sus sucias manos en el Poder Judicial, se desligara por completo de una organización como Vox, intolerante y violento, y dejara bien claro que condena las actividades desestabilizadoras de grupos ultra como Desokupa o DTN (Deport them now = Deportémoslos ahora).
Ya sé que todo esto es soñar porque la esencia del PP desde que José María Aznar lo cinceló a su imagen y semejanza es camorrista, gamberra, destroyer en definitiva. Algo a lo que hay que añadir su ya proverbial familiaridad con una corrupción sistémica que convierte trincar sobres o embolsarse comisiones por pequeñas adjudicaciones en un juego de niños comparado con las decenas de casos donde se ha robado a manos llenas y al que desde hace unos días se ha incorporado el escándalo Cristóbal Montoro, la guinda que les faltaba.
Alguien decía el otro día que si entre los socialistas hay corrupción, el Partido Popular “es” la corrupción. Podían haber apostado por ser decentes pero no supieron o no quisieron. Es curioso, la mayoría son ricos o hijos de ricos pero no se conforman. Quieren más. Ese tipo de insatisfacción para disfrutar de lo que se tiene suelen sufrirla quienes no saben qué puede ser de su futuro y quieren asegurárselo. Quien es rico es ladrón o hijo de ladrones, dice el refrán, pero los ricos que anidan en el PP, la mayoría con sabrosas oposiciones aprobadas o herencias suculentas, nunca tienen suficiente. Temen que algún día vengan mal dadas y se quieren cubrir las espaldas lo más posible porque saben que buena parte de lo que tienen no les pertenece. Por eso hacen todo lo posible por permanecer manejando el cotarro y cuando lo pierden recuperarlo cuanto antes, por eso arremeten sin disimulo contra aquellas opciones políticas que pelean por disminuir la desigualdad, por una mayor justicia social, por una mejor distribución de la riqueza. Ni en broma están dispuestos a jugar a ese juego.
Los socialistas tampoco han estado finos cada vez que han gobernado cuando se han topado con el enorme poder que mantienen los herederos del franquismo. En lugar de meterles mano de manera contundente y acabar con las secuelas de la dictadura para siempre, tanto Felipe González como José Luis Rodríguez Zapatero y ahora Pedro Sánchez optaron por aplicar mentalidad práctica y limitarse a acometer tímidas reformas sociales. La puntita nada más, pero nada de entrar a saco. De ahí que buena parte de la educación concertada no haya dejado nunca de estar en manos de curas y monjas o que los ministros y ministras de Sanidad, por ejemplo, sean tristemente cautos a la hora de cuestionar la privatización de hospitales. No saben, o si lo saben se hacen los tontos, que las derechas son insaciables por definición, que siempre van a querer más. Ceder a sus presiones, cuando no chantajes, no es la solución.
Cuando apareció Vox, ese hijo que parecía tonto, en el PP no supieron reaccionar y ahí siguen, sin saber cómo neutralizar el ascenso que la ultraderecha experimenta a su costa apostando sin tapujos por el conjunto de ofertas más canalla que existe en el ideario fascista: negación de la violencia de género, guerra al aborto, a la homosexualidad, al feminismo, a los inmigrantes… Todo esto aderezado con la nostalgia franquista y los lugares comunes que caracterizaron la dictadura: dios, patria, rey, bandera inconstitucional, brazos en alto cara al sol… En ese contexto creo que es en el que hay que analizar la locura del momento que estamos viviendo últimamente, desde los disturbios ultras de Torrepacheco al compadreo entre según qué policías y ultras internacionales o a la impunidad con la que se mueven según qué activistas disfrazados de periodistas que se sirven del micrófono y la cámara para sembrar la discordia y propagar el odio. A los populares se les ha ido esto de las manos por empeñarse en pensar que la única manera de no perder votos era parecerse a ellos en lugar de apostar por una oferta de derechas, claro está, pero democrática y decente.
El escándalo de aquel ministro de Hacienda apellidado Montoro, aquel que amenazaba e intimidaba artistas, periodistas y adversarios políticos, no les ha venido a ayudar mucho. Aún así, Feijóo tiene ahora la oportunidad de cortar de raíz todo lo que huela a corrupción en su partido, de abandonar la dinámica del “y tú más”, coger el toro por los cuernos y demostrar que cuenta con un plan para gobernar, para alejarse de la ultraderecha, para que nadie que esté a sus órdenes tenga la tentación de robar nunca más. Tiene la oportunidad, pero no lo hará.
J.T.
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