sábado, 1 de julio de 2023

¿Somos votantes o "hooligans"?


Les importa un pimiento el programa electoral, les da igual que mientan, que roben, que crispen, que odien… son lo suyos y punto. En materia de gustos políticos y, por tanto del color de la papeleta a introducir en las urnas, el personal parece haber decidido comportarse como los hinchas de los equipos de fútbol y no hay nada más que hablar: serán unos hijos de puta, pero son nuestros hijos de puta. Esa es la actitud. Censura cero, crítica cero, cuestionamiento cero.

Resultaría infantil y bastante inexacto atribuir a estas alturas las intenciones de voto que reflejan las encuestas a la capacidad de influir en el ánimo ciudadano que pueden tener los medios de comunicación. Ha de haber algo más, aunque parece que desde las izquierdas no se acaba de dar con la tecla, para que una mayoría del común de los mortales en este país se muestre dispuesta a comprar una mercancía tan defectuosa como Alberto Núñez Feijoó o una amenaza tan flagrante para nuestra convivencia en paz como Santiago Abascal.

Tengo la impresión, por no decir la certeza, de que los argumentos que exponen a diario los políticos para conseguir el voto influyen ya muy poco en el ánimo de los presuntos votantes. Las ventajas ciudadanas obtenidas merced a la gestión del gobierno de coalición importan un comino a quienes tienen pensado votar derecha ultra o ultraderecha. Son hinchas antes que ciudadanos.

Los bolos de los políticos vagando de tele en tele no cambian el voto de nadie, a lo sumo afianzan las adhesiones inquebrantables de esta ciudadanía-hooligan en la que nos hemos convertido. Los debates puede que sí influyan, y por eso huye de ellos como de la peste ese mediocre gallego que, con su llegada a la presidencia del PP, es la prueba más irrefutable de la veracidad del principio de Peter.

Estoy rodeado de personas LGTBI que, tras celebrar estos días la fiesta del Orgullo con todas sus ganas y mejor disposición, piensan en cambio votar PP el día 23 o, lo que es peor, a Vox. Conozco pensionistas y jóvenes cuya vida no puede ser ya más precaria que no piensan ir a votar o que, si lo hacen, optarán por las derechas. No alcanzo a acabar de entender qué demonios nos ha pasado. Suele decirse que el estómago y el bolsillo son factores clave para decidir el voto. En las pasadas municipales parece que esta máxima no se cumplió: fueron más bien las emociones las que llevaron a mucha gente a votar contra lo que podía convenir a sus intereses.

Esa olla a presión generadora de odio llamada Madrid ha conseguido colocar en el imaginario colectivo, entre otras muchas cosas, la desgarradora animadversión contra el ministerio de Igualdad; si a alguien se le ocurre hablar bien de Pedro Sánchez lo miran como diciendo de dónde ha salido este; la rabia con las izquierdas y la condescendencia con las derechas se extiende desde el kilómetro cero hacia todo un país que, salvo en Euskadi, Catalunya y algo en Galicia, consume y difunde los argumentarios ultras contribuyendo con ello a la progresión geométrica del rencor y el frentismo.

El Partido Popular ha decidido cruzar todas las líneas rojas tras las elecciones del 28 de mayo. Cruzar todas las líneas rojas y proporcionar a Vox pista libre para sus proclamas antidemocráticas en autonomías como Extremadura, Valencia o Baleares, Comunidad esta última donde presidirán a cambio de acabar con la inmersión lingüística, con la ley Trans o con las políticas progresistas en materias como la inmigración o la violencia de género. Ha decidido el PP cruzar todas las líneas rojas y propiciar gobiernos municipales que se doblan el sueldo a las primeras de cambio y prohíben representar según que obras de teatro o exhibir banderas LGTBI.

Al mismo tiempo que las cruza, Feijoó y sus huestes intentan que la provocación no se note, que tamaños desmanes se perciban lo menos posible hasta conseguir redondear la faena metiéndonosla doblada en las elecciones generales. Lo están haciendo a la luz del día y con escaso disimulo, y el personal continúa apostando por el hooliganismo. Como en el fútbol, que un jugador o un presidente defraude al fisco, sea un delincuente, incluso vaya a la cárcel da igual. Soy del Barça a muerte y al Madrid, ni agua. O viceversa.

Es a veces menor la alegría que les proporciona ganar un partido que el placer que les supone la derrota y la humillación del adversario. “Quiero que el Barça pierda hasta en los entrenamientos”, suelen vociferar muchos madridistas. Cuando estos días percibo la animadversión contra Sánchez o contra el proyecto Sumar me suena a eso mismo. No nos podemos haber vuelto tan locos, ¿verdad? ¿O sí?

Quien quiere quitar derechos no puede tener más hinchas que quien lucha por conseguirlos. De lo contrario, paren el bus que me bajo sin esperar a la próxima parada.

J.T.

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