Caso Uno. Mi amiga Isabel está desesperada con su ex marido porque, aunque se separaron hace más de diez años y pocos saben por dónde se mueve, cuando menos se espera éste aparece por su antigua casa mendigando un plato de comida. En horas veinticuatro es capaz de pasar de dormir en hoteles de cinco estrellas a hacerlo en el rellano nocturno de un cajero automático. Estoy dispuesto a pagar las consecuencias de ser como soy, le dice. No me importa morir en la calle arruinado si ese es el precio que tengo que pagar por el subidón de una noche de juego. Y ella, desorientada tras años creyendo que aquello tendría solución, sobrevive entre el alivio por haber puesto el piso a su nombre antes que el marido se arruinara definitivamente y la desazón que le produce no saber hasta cuándo seguirá llamando a su puerta pidiendo socorro. No es capaz de dejarlo tirado. Una maldición, porque desde antes de separarse ya sabía que no había solución posible. No supo pararlo a tiempo, cuando los negocios aún les iban bien, y reconoce que durante años fue bonito porque llevaron una vida de lujo y fantasía. Reverencias en los mejores casinos, donde él era capaz de jugarse millones de pesetas en una sola noche, codeo con distinguidos viciosos que llegaban hasta a cerrar las salas para ellos y sus amigos en exclusiva, champán, caviar, viajes exóticos… Ahora, cerca ambos de los setenta, ella está desesperada y él prácticamente desahuciado. Los hijos, que tuvieron una buena educación, andan por la vida solos y desequilibrados.
Caso Dos. Mi vecina Ana también está desesperada. Y su marido, porque en esta segunda historia el problema es su hijo Diego, que hace un par de meses cumplió quince años. Cuando el dinero suelto que acostumbraban a dejar en un cuenco de la cocina al llegar a casa y vaciarse los bolsillos empezó a desaparecer, cada uno pensó que era cosa del otro y no le dieron mayor importancia. La cosa se puso más seria la tercera vez que ella buscó en su monedero un billete de cincuenta euros que estaba segura había puesto allí y este no aparecía por ninguna parte. Oye Miguel, ¿me has cogido tú cincuenta euros de mi cartera? No, no había sido Miguel sino el pequeño de la casa que se había fundido, apostando on line, el crédito de la tarjeta que tenía a su nombre desde que en verano se fue a estudiar al extranjero. A la tarjeta del padre también le metió mano alguna vez. Lo había perdido todo tras ganar un par de veces al principio y ahora pretendía recuperarlo jugando sin parar. La paga semanal hacía tiempo que apenas le servía ya para nada y la montaña se fue haciendo más grande cada vez. Si le gana el Celta al Barcelona pagan seis a uno, esta es la mía. Y esa vez, como tantas otras, fue la suya, sí, su ruina y la de sus padres, que ahora andan con él de sicólogos con la esperanza de haber llegado a tiempo.

Son historias de mi barrio, de gentes que conozco, que viven cerca y a quienes veo casi cada día. No creo ser un caso aislado, estamos rodeados de ludópatas y no queremos darnos cuenta. Crecen las casas de apuestas en los barrios más humildes, el dinero se le escapa de las manos a la gente que más lo necesita y por si faltaba algo, aparece un nuevo segmento de adictos entre los menores de edad. Demos la voz de alarma, por favor, que el asunto es grave. No lo ocultemos más, padres que tenéis ese problema, no calléis porque hay que hacer algo y hay que hacerlo ya.

J.T.
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