lunes, 14 de octubre de 2024

Inmigrantes. Usar y tirar


Suelo pasar buena parte del año en una de las zonas más tensionadas de España en materia migratoria, el Poniente almeriense de los invernaderos, territorio comanche, jugoso caladero de votos para la ultraintransigencia fascista. Camino del bar donde desayuno, paso por cruces de caminos donde decenas de subsaharianos supervivientes de las pateras más recientes esperan que algún agricultor se digne escogerlos para subir a la camioneta y ser explotados bajo los plásticos por cuarenta o cincuenta euros jornada. En negro, por supuesto, nunca mejor dicho. Pido el café con leche y la tostada rodeado de lugareños que gastan la mañana insultando antes a Podemos, ahora a Pedro Sánchez, o cantando las excelencias de Alvise o Abascal. Al atardecer, mientras cumplo con mi caminata diaria, veo a los migrantes en bicicletas o patinetes regresar de sus trabajos camino de no se sabe dónde. Desaparecen como por arte de magia, para satisfacción de quienes los usan durante el día pero por la noche no quieren enterarse de que existen ni de los sitios donde a veces se reúnen para charlar o para ver los partidos de la Champions, nunca en los bares de cerveza y tapa típicos de la zona. Allí todos son blancos de piel y de afición futbolística. Y anti Barça, faltaría más.


Los inmigrantes que residen en el Poniente almeriense se acercan ya a los cien mil, superan la cuarta parte de la población total pero no existen. No quieren que existan. Es verdad que algunos alcaldes los empadronan porque más habitantes en el municipio significan más dinero para las arcas, pero ni se les ocurre pelear porque tengan derecho a votar. Sin los inmigrantes, la próspera actividad de la zona sería imposible; los originarios del lugar lo saben de sobra pero, aún así, no solo los ignoran sino que, cuando llegan las elecciones, votan a quienes prometen expulsarlos. Les molesta encontrárselos en los centros de salud, y se asustan cuando descubren que el número de bebés hijos de extranjeros que nacen en el Hospital del Poniente son aplastante mayoría. El Opus y demás colegios confesionales hacen su agosto abriendo nuevos centros donde los propietarios de invernaderos en los nueve municipios de la comarca matriculan a sus hijos por un pastón que pagan encantados con tal de que no compartan pupitre ni aula con niños de color. 


Me pregunto cuántos Ponientes almerienses habrá en España, y me lo pregunto porque mucho me temo que estos microclimas, estas atmósferas envenenadas, son el verdadero huevo de la serpiente. Según el Banco de España, el 13,5 por ciento de las personas que actualmente trabajan en nuestro país nacieron en el extranjero, y hablamos solo de aquellos que se pueden contabilizar. Son quienes contribuyen además a elevar el PIB pero nos da igual, ¡leña al inmigrante! ¿Qué nos pasa? ¿Por qué ese empeño en despreciar al diferente? ¿Será acaso el síndrome del nuevo rico? 


Recuerdo junio del año 1985, cuando nuestro país fue por fin admitido en Europa. Durante los tiempos del franquismo, los españoles habíamos sido mano de obra barata para alemanes, franceses, belgas u holandeses, pero aquello se nos olvidó muy pronto. Desde que nos convertimos en europeos de pleno derecho, gracias a las ayudas económicas de Bruselas y a nuestro nuevo estatus, cambiaron las tornas y empezamos a mirar por encima del hombro a los que eran más pobres que nosotros, a los países del Este que se fueron incorporando también a la UE… Rumanos, búlgaros y polacos vinieron a España para realizar el trabajo que antes hacían los andaluces en las casas bien. También los sudamericanos, también miles de africanos que, jugándose la vida patera a patera, cayuco a cayuco, llegaban y llegan hasta nuestras costas reclamando su derecho a sobrevivir en un flujo imparable que no tienen marcha atrás y los ultramontanos se resisten a entender. Por muchos impedimentos que se les quiera poner, siempre encontrarán el hueco. Como al campo, al mar tampoco se le pueden poner puertas. Las asustadizos agricultores almerienses, así como tantos otros que se dejan colonizar por las doctrinas fascistas, lo viven como una amenaza sin darse cuenta que la verdadera amenaza es no propiciar políticas de natalidad, de estímulo y de integración, de convivencia y complicidad en lugar de perpetuar relaciones a cara de perro. 


Quienes hablan de invasiones y avalanchas, argumentan que el avance de los postulados ultraderechistas es algo que está ocurriendo en toda Europa.Y yo me pregunto: ¿tan complicado es deducir que en la medida en que Europa se quiera parecer más a un club selecto con derecho de admisión, más méritos estará haciendo para labrar su ruina? La inmigración y las situaciones derivadas de ella van a ser el gran asunto de las próximas décadas y no acabamos de asumirlo. No vale mirar para otro lado. En el fondo se trata, simple y llanamente, de una cuestión de Derechos Humanos. Y nos empeñamos, como en el Poniente almeriense en limitar nuestra relación con los inmigrantes a explotarlos de día e invisibilizarlos de noche. Y a aplaudir a quienes quieren echarlos ¿Estamos tontos, o qué?


J.T.


lunes, 7 de octubre de 2024

La banalidad de la mentira


“Cuando un pueblo no puede distinguir ya entre la verdad y la mentira, tampoco puede distinguir entre el bien y el mal”, dejó escrito Hannah Arendt  en La banalidad del mal”. En este mundo nuestro de inspiración judeocristiana, donde la mentira es considerada pecado mortal, la clase política –y gran parte de la periodística- está claro que comen aparte. La mentira está haciendo imparable el avance de la ultraderecha en Europa y crucemos los dedos para que el mes que viene no suceda lo mismo en Estados Unidos.

El campeón por estos pagos del bulo y el fake se llama Alberto Núñez Feijóo. La competencia que tiene es dura, pero la destreza con la que se desenvuelve el todavía líder de la oposición lo hace imbatible. Esa impasibilidad con la que suelta las mayores burradas, esa habilidad con la que ni se inmuta en las entrevistas cuando le demuestran que habla sin documentarse y hasta se contradice, deja a la altura del betún al mismísimo Aznar, y mira que este situó alto el listón cuando afirmó que Irak poseía armas de destrucción masiva o cuando llamó a los directores de los periódicos para asegurarles que había sido ETA la responsable de los atentados de Atocha. Para justificarse se amparan en teletipos, en torticeros titulares de prensa adicta o sencillamente se lo inventan. Esparcen basura insultando la inteligencia de quienes les votamos olvidando que son nuestros empleados y que su obligación es respetarnos, mejorar nuestras vidas y rendirnos cuentas.


Estos días se suele escuchar con frecuencia, a propósito del espantoso conflicto en Oriente Medio, que la primera víctima de una guerra es la verdad. Parece que no solo en las guerras es así. Cuca Gamarra, Bendodo, Semper, Abascal o Pepa Millán, además de convertir cada semana el Congreso de los Diputados en una jaula de grillos, se han instalado en la mentira y el insulto como forma de vida sin preocuparse apenas por actuar con sentido de Estado, elaborar propuestas y contribuir a mejorar la vida de los ciudadanos, que es el trabajo por el que les pagamos.


En su escalada de desatinos, las derechas han dado un paso más hace algún tiempo ya: empotrar entre los periodistas acreditados al Congreso auténticos profesionales de la provocación que suelen campar a sus anchas por los pasillos y ruedas de prensa. Presuntos informadores que profanan el oficio de sus compañeros utilizando los bulos y las mentiras como argumentos para formular preguntas hostiles a los políticos de izquierda. Incluso para acosarlos, como en el caso de José Luis Ábalos, quien estos días ha vuelto a pedir amparo a la presidenta Francina Armengol por la “violencia, falta de escrúpulos y señalamientos” de los que afirma ser víctima por parte de personajes como Vito Quiles o Bertrand Ndongo. He aquí una comprometida china en el zapato ¿Quién le pone el cascabel a ese gato? ¿Se les quita la acreditación? ¿Es eso democrático?


Uno de los talones de Aquiles de la democracia es que en ella caben también quienes aspiran a cargársela, ya sea desde los partidos políticos o desde los medios de comunicación. Nadie parece conocer la manera de frenar el avance de los intolerantes, como lo demuestra el alarmante crecimiento de la ultraderecha en toda Europa. En nombre de la libertad, ¿tenemos que admitir la posibilidad de perderla? ¿tenemos que ser tolerantes con los intolerantes? ¿tenemos que aceptar que los políticos mientan sin parar y haya periodistas que mancillen nuestro oficio haciendo uso de esas mentiras para ayudar a crecer el fascismo?


"Mentir constantemente no tiene como objetivo hacer que la gente crea una mentira, sino garantizar que ya nadie crea en nada”, afirmaba también Arendt, y eso es lo que nos está pasando. El ciudadano escéptico y desmotivado es una bomba de relojería porque llega un momento en que deja de cuestionar a los sátrapas. Vemos a diario cómo estos van ganando terreno sin que nadie parezca decidido a salir de ese estado de perplejidad que permite el avance de personajes como Donald Trump, indiscutible experto en el arte de la mentira, el insulto y el desafuero. 


Al final tendrá razón el amoral y desprejuiciado Roger Ailes: “Hay que darle a la gente lo que quiere, aunque no sepa lo que quiere; la gente no quiere estar informada, quiere sentirse informada; les proporcionaremos una visión del mundo como ellos quieren que sea”, proclamaba quien fuera director de la derechista cadena de televisión estadounidense Fox News. Que tanto progreso y tanto avance tecnológico hayan desembocado en el distópico momento que estamos viviendo resulta francamente descorazonador. 


Acaben como acaben conflictos como el de Oriente Medio o Ucrania, sabemos que ganarán las fábricas de armas y las compañías petrolíferas pero también la mentira, porque cuando somos incapaces de distinguirla de la verdad, eso acaba privándonos del poder de pensar y juzgar. Y con una ciudadanía escéptica y desmotivada, el poder puede permitirse hacer lo que quiera.  


J.T.