Con los periodistas de derechas, entre los que tengo menos amigos, el trato en los últimos tiempos me resulta menos incómodo. Cada uno sabe cuál es su sitio, no nos llamamos a engaño, asumen con aparente deportividad las críticas y no tienen reparo en admitir que trabajan para quienes les pagan y punto. Los lectores, o los espectadores, les importan un pimiento y, por supuesto, no creen para nada en el carácter de servicio de los medios públicos. Una infamia intolerable pero por lo menos, cuando lo escribes o se lo dices a la cara, se ríen y lo asumen sin complejos.
En cambio con muchos periodistas de izquierdas, sobre todo si son amigos tuyos y trabajan en un medio público, la cosa funciona de otra manera: presión, desdén y hasta chantaje en nombre de la amistad cuando no les gusta el enfoque de lo que cuentas. Reconozco que a veces han conseguido parcialmente su objetivo, porque ha habido ocasiones en que me he puesto a escribir y ha acabado pesándome la pluma, lo que me ha obligado a redoblar el esfuerzo.
No pienso cejar así que lo siento, amigos, pero las televisiones públicas de este país me parecen una vergüenza y me propongo continuar denunciándolo hasta que deje de ser así. Como seguiré lamentando la ausencia de radios que no acaben cabreándome cada mañana apenas las sintonizo, como continuaré clamando por la existencia de medios escritos que merezca la pena leer. A partir de ahora tengo el honor de contar con esta nueva publicación para seguir haciéndolo. Gracias a los responsables de La Última Hora por la confianza.
J.T.
Publicado en La Última hora
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