Yo no sé por qué cada año nos molestamos en comentar el discurso del rey en Nochebuena, por lo general tan previsible como decepcionante, pero el caso es que continuamos haciéndolo ¿Qué aporta Felipe VI con sus palabras tan vacías como equidistantes? ¿Qué sentido tiene que se meta en nuestras casas a darnos la vara año tras año el día 24 de diciembre a la hora de cenar? Podría colocarnos el mismo discurso de la vez anterior y, salvo alguna referencia mínima a lo ocurrido durante la temporada que se cierra, colaría igual. Una reposición más, como ¡Qué bello es vivir! o Mary Poppins.
Conocemos el guion, sabemos cuándo entran los violines, nos sabemos muchos fragmentos de memoria y, sobre todo, el protagonista no se pasa de la raya. Este año la única novedad ha sido que se mantuvo de pie por primera vez. Pero bajo el mismo barniz de moderación de siempre, el discurso del monarca volvió a ser este año una defensa del bipartidismo más rancio. La tranquilidad de la que disfrutamos solo se altera, según él, por culpa de “los extremismos, los radicalismos y populismos que se nutren de la desinformación, y el desencanto”
En un ejercicio de equilibrismo inadmisible, Felipe VI se empeña en meter en el mismo saco por un lado la violencia verbal y física de una ultraderecha violenta y frentista que asedia sedes y cuestiona derechos humanos, y por otro el trabajo de una izquierda transformadora cuyos objetivos son ampliar el escudo social y la dignidad de las mayorías, luchar contra las injusticias y acabar con las desigualdades.
Resulta insultante que el jefe del Estado equipare la intolerancia de quienes añoran tiempos de blanco y negro con la lucha de quienes proponen regular el alquiler o subir las pensiones y el salario mínimo. Una agresión inaceptable. Como si quisiera echarnos un pulso para comprobar hasta dónde puede llegar nuestra capacidad de aguante.
Una vez más sus palabras sonaron como lo que en realidad son, expresiones vacías y un Viva Cartagena elogiando la “transformación sin precedentes” que España ha experimentado en las últimas cinco décadas. Por el camino que va, Felipe VI lo tiene mal porque se equivoca mucho. Se equivocó el 3 de octubre de 2017 en Catalunya y se equivoca cada Nochebuena cuando predica un buenismo que no se cree ni él.
Si la jefatura del Estado no es capaz de leer la pluralidad de un país que ya no cabe en el traje de 1978, si su única función es repetir el catecismo del "orden" frente al cambio, parece claro que la institución monárquica ha dejado ya de tener sentido, si es que alguna vez lo tuvo. Nada nuevo bajo el sol de la Zarzuela. El rey sigue ahí, hablándose a sí mismo y a una élite que le aplaude mientras quienes todavía esperan que alguna vez diga algo importante, se quedaron un año más esperando escuchar al menos una sola frase que mereciera la pena.
J.T.

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