miércoles, 24 de diciembre de 2025

“Ena” o el sinsentido de la monarquía


El pasado lunes día 22 TVE emitió el sexto y último capítulo de “Ena”, la serie adaptada para la televisión por Javier Olivares, a partir de la novela de Pilar Eyre, cuya protagonista es Victoria Eugenia de Battenberg. Al aparecer los títulos de crédito del final, lo primero que he decidido es volver a vérmela entera, pero del tirón. La historia es muy potente y, tal como está narrada, nutre y enriquece al tiempo que entretiene. Interesa y escuece, lo tiene todo.


“Ena” evidencia el sinsentido de la monarquía porque deja al descubierto sus enormes contradicciones estructurales. Tal como está contada, la historia no necesita de discursos explícitos, le basta con mostrar cómo funciona. No es que sea precisamente una serie antimonárquica, de hecho juega a menudo a la contención, al tono elegante y al respeto formal, pero ahí está precisamente el problema para la institución, porque cuando se cuenta la monarquía tal cual es, el resultado roza el absurdo.


La serie retrata un sistema basado en la herencia, no en el mérito; en la opacidad, no en la rendición de cuentas; en el sacrificio de las personas, especialmente de las mujeres, en nombre de una “institución” abstracta que nunca responde por el daño que causa. Ena aparece como una figura atrapada, sin margen real de decisión, utilizada como pieza funcional para preservar una continuidad dinástica que se presenta como destino inevitable. Y ahí está el sinsentido, porque son vidas reales subordinadas a una ficción histórica.


Lo que Ena deja claro es que la monarquía exige una disciplina emocional y moral incompatible con una sociedad moderna. No hay libertad plena, no hay igualdad, no hay derecho al error. Todo se supedita a la imagen, al silencio y a la apariencia de estabilidad. La serie muestra cómo el “servicio a la corona” no es un honor romántico, sino una forma de alienación: se pertenece a la institución y no eres dueña de tu persona.


A través de la figura de un estomagante y sinvergüenza Alfonso XIII, vemos cómo la monarquía necesita una red constante de complicidades políticas, mediáticas y familiares para sostenerse en un ecosistema donde nada es transparente. Podríamos afirmar que la historia funciona casi como una demostración empírica de por qué la monarquía es un anacronismo. Su esencia es incompatible con la igualdad ante la ley o la autonomía personal.


Quizá lo más demoledor de Ena sea que no necesita subrayar nada. Basta con observar, con ver cómo el peso de la corona aplasta biografías enteras para sostener una idea heredada del pasado. Lo que sería la pregunta clave, la serie la deja flotando en el aire sin formularla del todo: ¿Para qué sirve a día de hoy una institución que solo puede funcionar a costa del silencio y la desigualdad?


“La historia no está cerrada”, dijo Eyre al publicar su novela. Olivares, al adaptarla, parece haber certificado lo mismo desde la pantalla, que la memoria es un territorio vivo, polémico e incómodo, que la monarquía no tiene sentido que continúe existiendo por más tiempo. De hecho, hace más de doscientos años que tendría que haber dejado de existir. Lo dicho. Volveré a verme la serie y también a releer el libro de mi admirada Pilar Eyre.


J.T.

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