Mientras los treinta y tres mineros chilenos que fueron rescatados de la mina San José el pasado trece de octubre estaban aún atrapados a setecientos metros bajo tierra, recibieron muchas instrucciones, consejos y cursillos: les preparaban para enfrentarse con el mundo “de la superficie” cuando todavía no se sabía si serían cincuenta días o ciento veinte los que tardarían en sacarlos. Finalmente fueron setenta.
Pues bien, entre los cursillos que les impartieron hubo uno que me llamó especialmente la atención, y fue el dedicado a “cómo relacionarse con la prensa cuando fueran rescatados”.
A mí, os lo digo en serio, esto me ha preocupado mucho porque ¿de qué se trataba, de enseñarles a cuidarse de unos desaprensivos? ¿O puede que de dar por hecho que su “resurrección” iba a convertirse en un jugoso patrimonio? ¿O quizás se trataba de dotarlos de la habilidad “imprescindible” para eludir a unos “buitres” (nosotros, los periodistas) carentes de escrúpulos?
En cualquiera de los supuestos, frente a la decisión política que alguien tomó de impartir ese cursillo, no salimos bien parados ni los periodistas ni los medios para los que trabajamos.
Personalmente entiendo mi oficio como un trabajo de servicio, mi presencia en el lugar de la noticia la considero un privilegio al servicio de aquellos a quienes transmito lo que percibo desde mi condición de testigo directo. Intento acercarme a los hechos y a sus protagonistas con el mayor respeto posible y, por supuesto, identificándome como periodista….
Sé que mi patrimonio, para que mi trabajo continúe interesando, es el rigor, la veracidad y el interés de lo que cuento. Y como lo sé yo, lo sabe la mayor parte de mi profesión. ¿Hay excepciones? Sí. ¿El ruido de esas excepciones solapa la manera de abordar el trabajo de la mayoría?
Pues parece que sí, a juzgar por las precauciones tomadas con los mineros antes de que, una vez salvados, se vieran las caras con los equipos periodísticos que durante más de dos meses habían contado día a día la odisea que ellos estaban protagonizando.
Yo creo que quienes adoctrinaron a los mineros se pasaron mil pueblos.
El tiempo se encargará de poner las cosas en su sitio. Lo mismo que los lectores y los espectadores saben a qué periodistas creer y a quiénes no, yo creo que todo el mundo acabará sabiendo a qué mineros merece la pena escuchar y a qué otros más vale limitarse a desearle la mejor de las suertes y decirles hasta luego lucas, que te vaya bonito.
Ellos mismos se encargarán de ganarse el respeto o el desinterés del mundo. Tiempo al tiempo.
Pero el cursillo que siguieron los mineros antes de salir para saber cómo tratar con nosotros o cómo reaccionar ante nuestras preguntas, el hecho de que alguien se planteara esa necesidad y que además se haya llevado a cabo, a mí me parece muy preocupante. ¡Cuidado que os esperan los buitres!, les vinieron a decir claramente
En asuntos como éste no vale quejarse de lo injustos que son quienes piensan que todos los periodistas somos unos canallas. No vale criticar a quienes se plantean la necesidad de un cursillo de ese tipo y además deciden impartirlo.
No vale porque si lo deciden así es que esa es debe ser nuestra imagen –al menos de una buena parte de nosotros-, por mucho que nos toque las narices constatarlo, por mucho que nos resistamos a reconocerlo.
Por mucho, también, que nos empeñemos en distinguir entre quienes nos dedicamos a la información y quienes prostituyen los hechos informativos hasta convertirlos en mero espectáculo donde el componente morboso prima por encima de cualquier otro…
Pero si la imagen que se tiene de nosotros en un momento tan clave como el de rescatar a treinta y tres personas de las entrañas de la tierra lleva a tomar la decisión de darles clases para que sepan cómo tratarnos, es que algo debemos estar haciendo mal –y digo “debemos”, no “deben”- quienes nos dedicamos a esto de la información.
Como contaba más arriba, creo que se pasaron mil pueblos, pero eso no quiero que me impida realizar hoy este, creo que sano, ejercicio de autocrítica.
J.T.
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